Título: Riquet-el-del-copete.
Autor: Charles Perrault.
Había una vez una reina
que dio a luz un
hijo tan feo y tan
contrahecho que mucho se
dudó si tendría forma
humana. Un hada, que
asistió a su nacimiento,
aseguró que el niño no
dejaría de tener gracia
pues sería muy inteligente
y; agregó que en virtud
del don que acababa
de concederle, él podría
darle tanta inteligencia
como la propia a la
persona que más
quisiera.
Todo esto consoló un poco
a la pobre reina
que estaba muy afligida
por haber echado al
mundo un bebé tan feo. Es
cierto que este niño,
no bien empezó a hablar,
decía mil cosas lindas,
y había en todos sus actos
algo tan espiritual
que irradiaba encanto.
Olvidaba decir que vino
al mundo con un copete de
pelo en la cabeza,
así es que lo llamaron
Riquet-el-del-Copete,
pues Riquet era el nombre
de familia.
Al cabo de siete u ocho
años, la reina de un
reino vecino dio a luz dos
hijas. La primera que
llegó al mundo era más
bella que el día; la reina
se sintió tan contenta que
llegaron a temer que
esta inmensa alegría le
hiciera mal. Se hallaba
presente la misma hada que
había asistido al
nacimiento del pequeño
Riquet-el-del-Copete, y
para moderar la alegría de
la reina le declaró
que esta princesita no
tendría inteligencia, que
sería tan estúpida como
hermosa. Esto mortificó
mucho a la reina; pero
algunos momentos
después tuvo una pena
mucho mayor pues la
segunda hija que dio a luz
resultó extremadamente
fea.
—No debéis afligiros,
señora, le dijo el hada;
vuestra hija, tendrá una
compensación: estará
dotada de tanta
inteligencia que casi no se notará
su falta de belleza.
—Dios lo quiera, contestó
la reina; pero, ¿no
había forma de darle un
poco de inteligencia a
la mayor que es tan
hermosa?
—No tengo ningún poder,
señora, en cuanto
a la inteligencia, pero
puedo todo por el lado de
la belleza; y como nada
dejaría yo de hacer por
vuestra satisfacción, le
otorgaré el don de volver
hermosa a la persona que
le guste.
A medida que las princesas
fueron creciendo,
sus perfecciones crecieron
con ellas y por
doquier no se hablaba más
que de la belleza de
la mayor y de la
inteligencia de la menor. Es
cierto que también sus
defectos aumentaron
mucho con la edad. La
menor se ponía cada día
más fea, y la mayor cada
vez más estúpida. O
no contestaba lo que le
preguntaban, o decía
una tontería. Era además
tan torpe que no habría
podido colocar cuatro
porcelanas en el borde
de una chimenea sin
quebrar una, ni beber un
vaso de agua sin derramar
la mitad en sus vestidos.
Aunque la belleza sea una
gran ventaja para
una joven, la menor, sin
embargo, se destacaba
casi siempre sobre su
hermana en las reuniones.
Al principio, todos se
acercaban a la mayor
para verla y admirarla,
pero muy pronto iban al
lado de la más
inteligente, para escucharla decir
mil cosas ingeniosas; y
era motivo de asombro
ver que en menos de un
cuarto de hora la
mayor no tenía ya a nadie
a su lado y que todo
el mundo estaba rodeando a
la menor. La mayor,
aunque era bastante tonta,
se dio cuenta, y
habría dado sin pena toda
su belleza por tener
la mitad del ingenio de su
hermana.
La reina, aunque era muy
prudente, no podía
a veces dejar de
reprocharle su tontera, con lo
que esta pobre princesa
casi se moría de pena.
Un día que se había
refugiado en un bosque
para desahogar su
desgracia, vio acercarse a un
hombre bajito, muy feo y
de aspecto desagradable,
pero ricamente vestido.
Era el joven
príncipe
Riquet-el-del-Copete que, habiéndose
enamorado de ella por sus
retratos que circulaban
profusamente, había
partido del reino de
su padre para tener el
placer de verla y de
hablar con ella.
Encantado de encontrarla
así, completamente
sola, la abordó con todo
el respeto y cortesía
imaginables.
Habiendo observado, luego
de decirle las
amabilidades de rigor, que
ella estaba bastante
melancólica, él le dijo:
—No comprendo, señora,
cómo una persona
tan bella como vos, podéis
estar tan triste como
parecéis; pues, aunque
pueda vanagloriarme de
haber visto una infinidad
de personas hermosas,
debo decir que jamás he
visto a alguien
cuya belleza se acerque a
la vuestra.
—Vos lo decís complacido,
señor, contestó la
princesa, y no siguió
hablando.
—La belleza, replicó
Riquet-el-del-Copete, es
una ventaja tan grande que
compensa todo lo
demás; y cuando se tiene,
no veo que haya nada
capaz de afligirnos.
—Preferiría, dijo la
princesa, ser tan fea como
vos y tener inteligencia,
que tener tanta
belleza como yo y ser tan
estúpida como soy.
—Nada hay, señora, que
denote más inteligencia
que creer que no se tiene,
y es de la naturaleza
misma de este bien que
mientras más
se tiene, menos se cree
tener.
—No se nada de eso, dijo
la princesa, pero sí
sé que soy muy tonta, y de
ahí viene esta pena
que me mata.
—Si es sólo eso lo que os
aflige, puedo
fácilmente poner fin a
vuestro dolor.
—¿Y cómo lo haréis? dijo
la princesa.
—Tengo el poder, señora,
dijo Riquet-el-del-
Copete, de otorgar cuanta
inteligencia es posible
a la persona que más
llegue a amar, y como
sois vos, señora, esa
persona, de vos dependerá
que tengáis tanto ingenio
como se puede tener,
si consentís en casaros
conmigo.
La princesa quedó atónita
y no contestó nada.
—Veo, dijo
Riquet-el-del-Copete, que esta
proposición os causa pena,
y no me extraña;
pero os doy un año entero
para decidiros.
La princesa tenía tan poca
inteligencia, y a la
vez tantos deseos de
tenerla, que se imaginó
que el término del año no
llegaría nunca; de
modo que aceptó la
proposición que se le hacía.
Tan pronto como prometiera
a Riquet-el-del-
Copete que se casaría con
él dentro de un año
exactamente, se sintió
como otra persona; le
resultó increíblemente
fácil decir todo lo que
quería y decirlo de una
manera fina, suelta y
natural. Desde ese mismo
instante inició con
Riquet-el-del-Copete una
conversación graciosa
y sostenida, en que se
lució tanto que Riquet-eldel-
Copete pensó que le había
dado más inteligencia
de la que había reservado
para sí mismo.
Cuando ella regresó al
palacio, en la corte no
sabían qué pensar de este
cambio tan repentino
y extraordinario, ya que
por todas las sandeces
que se le habían oído
anteriormente, se le escuchaban
ahora otras tantas cosas
sensatas y sumamente
ingeniosas. Toda la corte
se alegró a
más no poder; sólo la
menor no estaba muy
contenta pues, no teniendo
ya sobre su hermana
la ventaja de la
inteligencia, a su lado no
parecía ahora más que un
bicho desagradable.
El rey tomaba en cuenta
sus opiniones y aun a
veces celebraba el consejo
en sus aposentos.
Habiéndose difundido la
noticia de este
cambio, todos los jóvenes
príncipes de los reinos
vecinos se esforzaban por
hacerse amar, y
casi todos la pidieron en
matrimonio; pero ella
encontraba que ninguno
tenía inteligencia suficiente
y los escuchaba a todos
sin comprometerse.
Sin embargo, se presentó
un pretendiente
tan poderoso, tan rico,
tan genial y tan apuesto
que no pudo refrenar una
inclinación hacia él.
Al notarlo, su padre le
dijo que ella sería dueña
de elegir a su esposo y no
tenía más que declararse.
Pero como mientras más
inteligencia se
tiene más cuesta tomar una
resolución definitiva
en esta materia, ella
luego de agradecer a su
padre, le pidió un tiempo
para reflexionar.
Fue casualmente a pasear
por el mismo bosque
donde había encontrado a
Riquet-el-del-
Copete, a fin de meditar
con tranquilidad sobre
lo que haría. Mientras se
paseaba, hundida en
sus pensamientos, oyó un
ruido sordo bajo sus
pies, como de gente que va
y viene y está en
actividad. Escuchando con
atención, oyó que
alguien decía:
"Tráeme esa marmita"; otro:
"Dame esa
caldera"; y el otro: "Echa leña a ese
fuego". En ese
momento la tierra se abrió, y
pudo ver, bajo sus pies,
una especie de enorme
cocina llena de cocineros,
pinches y toda clase
de servidores como para
preparar un magnífico
festín. Salió de allí un
grupo de unos veinte
encargados de las carnes
que fueron a instalarse
en un camino del bosque
alrededor de un
largo mesón quienes,
tocino en mano y cola de
zorro en la oreja, se
pusieron a trabajar rítmicamente
al son de una armoniosa
canción.
La princesa, asombrada
ante tal espectáculo,
les preguntó para quién
estaban trabajando.
—Es, contestó el que
parecía el jefe, para el
príncipe
Riquet-el-del-Copete, cuyas bodas se
celebrarán mañana.
La princesa, más asombrada
aún, y recordando
de pronto que ese día se
cumplía un año
en que había prometido
casarse con el príncipe
Riquet-el-del-Copete, casi
se cayó de espaldas.
No lo recordaba porque,
cuando hizo tal promesa,
era estúpida, y al recibir
la inteligencia
que el príncipe le diera,
había olvidado todas
sus tonterías.
No había alcanzado a
caminar treinta pasos
continuando su paseo,
cuando Riquet-el-del-
Copete se presentó ante
ella, elegante, magnífico,
como un príncipe que se va
a casar.
—Aquí me veis, señora,
dijo él, puntual para
cumplir con mi palabra, y
no dudo que vos
estéis aquí para cumplir
con la vuestra y, al
concederme vuestra mano,
hacerme el más feliz
de los hombres,
—Os confieso francamente,
respondió la
princesa, que aún no he
tomado una resolución
al respecto, y no creo que
jamás pueda tomarla
en, el sentido que vos
deseáis.
—Me sorprendéis, señora,
le dijo Riquet-eldel-
Copete.
—Pues eso creo, replicó la
princesa, y seguramente
si tuviera que habérmelas
con un
patán, un hombre sin
finura, estaría harto confundida.
Una, princesa no tiene más
que una
palabra, me diría él, y os
casaréis conmigo
puesto que así lo
prometisteis. Pero como el
que está hablando conmigo
es el hombre más
inteligente del mundo,
estoy segura que atenderá
razones. Vos sabéis que
cuando yo era
sólo una tonta, no pude
resolverme a aceptaros
como esposo; ¿cómo queréis
que teniendo la
lucidez que vos me habéis
otorgado, que me ha
hecho aún más exigente
respecto a las personas,
tome hoy una resolución
que no pude tomar
en aquella época? Si
pensabais casaros
conmigo de todos modos,
habéis hecho mal en
quitarme mi simpleza y
permitirme ver más
claro que antes.
—Puesto que un hombre sin
genio, respondió
Riquet-el-del-Copete,
estaría en su derecho,
según acabáis de decir, al
reprocharos vuestra
falta de palabra, ¿por qué
queréis, señora; que
no haga uno de él, yo
también, en algo que significa
toda la dicha de mi vida?
¿Es acaso razonable
que las personas dotadas
de inteligencia
estén en peor condición
que los que no la tienen?
¿Podéis pretenderlo, vos
que tenéis tanta
y que tanto deseasteis
tenerla? Pero vamos a los
hechos, por favor. ¿Aparte
de mi fealdad, hay
alguna cosa en mí que os
desagrade? ¿Os disguste
mi origen, mi carácter,
mis modales?
—De ningún modo, contestó
la princesa, me
agrada en vos todo lo que
acabáis de decir.
—Si es así, replicó
Riquet-el-del-Copete, seré
feliz, ya que vos podéis
hacer de mí el más
atrayente de los hombres.
—¿Cómo puedo hacerlo? le
dijo la princesa.
—Ello es posible, contestó
Riquet-el-del-
Copete, si me amáis lo
suficiente como para
desear que así sea; y para
que no dudéis, señora,
habéis de saber que la
misma hada que al
nacer yo, me otorgó el don
de hacer inteligente
a la persona que yo
quisiera, os hizo a vos el
don de darle belleza al
hombre que habréis de
amar si quisierais
concederle tal favor.
—Si es así, dijo la
princesa, deseo con toda
mi alma que os convirtáis
en el príncipe más
hermoso y más atractivo
del mundo; y os hago
este don en la medida en
que soy capaz.
Apenas la princesa hubo
pronunciado estas
palabras,
Riquet-el-del-Copete pareció antes
sus ojos el hombre más
hermoso, más apuesto y
más agradable que jamás
hubiera visto. Algunos
aseguran que no fue el
hechizo del hada,
sino el amor lo que operó
esta metamorfosis.
Dicen que la princesa,
habiendo reflexionado
sobre la perseverancia de
su amante, sobre su
discreción y todas las
buenas cualidades de su
alma y de su espíritu, ya
no vio la deformidad
de su cuerpo, ni la
fealdad de su rostro; que su
joroba ya no le pareció
sino la postura de un
hombre que se da
importancia, y su cojera tan
notoria hasta entonces a
los ojos de ella, la veía
ahora como un ademán que
sus ojos bizcos le
parecían aún más
penetrantes, en cuya alteración
veía ella el signo de un
violento exceso de
amor y, por último, que su
gruesa nariz enrojecida
tenía algo de heroico y
marcial.
Comoquiera que fuese, la
princesa le prometió
en el acto que se casaría
con él, siempre que
obtuviera el
consentimiento del rey su padre.
El rey, sabiendo que su
hija sentía gran estimación
por Riquet-el-del-Copete,
a quien, por
lo demás, él consideraba
un príncipe muy inteligente
y muy sabio, lo recibió
complacido como
yerno.
Al día siguiente mismo se
celebraron las bodas,
tal como
Riquet-el-del-Copete lo tenía previsto
y de acuerdo a las órdenes
que había impartido
con mucha anticipación.
MORALEJA
Lo que observamos en este
cuento
más que ficción es verdad
pura:
En quien amamos vemos
talento,
todo lo amado tiene
hermosura.
OTRA MORALEJA
En alguien puede la
naturaleza
haber puesto colorido y
belleza
que jamás el arte logrará
igualar.
Mas para conmover a un
corazón sensible
menos puede ese don que la
gracia invisible
que el amor llega a
detectar.
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