Título: La bella durmiente.
Autor: Charles Perrault.
Había una vez un rey y
una reina que estaban
tan afligidos por no
tener hijos, tan afligidos
que no hay palabras
para expresarlo. Fueron
a todas las aguas
termales del mundo; votos,
peregrinaciones,
pequeñas devociones,
todo se ensayó sin
resultado.
Al fin, sin embargo, la
reina quedó encinta y
dio a luz una hija. Se
hizo un hermoso bautizo;
fueron madrinas de la
princesita todas las
hadas que pudieron
encontrarse en la región
(eran siete) para que
cada una de ellas, al concederle
un don, como era la
costumbre de las
hadas en aquel tiempo,
colmara a la princesa de
todas las perfecciones
imaginables.
Después de las
ceremonias del bautizo, todos
los invitados volvieron
al palacio del rey,
donde había un gran
festín para las hadas. Delante
de cada una de ellas habían
colocado un
magnífico juego de
cubiertos en un estuche de
oro macizo, donde había
una cuchara, un tenedor
y un cuchillo de oro
fino, adornado con
diamantes y rubíes.
Cuando cada cual se estaba
sentando a la mesa,
vieron entrar a una hada
muy vieja que no había
sido invitada porque
hacia más de cincuenta
años que no salía de
una torre y la creían
muerta o hechizada.
El rey le hizo poner un
cubierto, pero no
había forma de darle un
estuche de oro macizo
como a las otras, pues
sólo se habían mandado
a hacer siete, para las
siete hadas. La vieja creyó
que la despreciaban y
murmuró entre dientes
algunas amenazas. Una
de las hadas jóvenes
que se hallaba cerca la
escuchó y pensando que
pudiera hacerle algún
don enojoso a la princesita,
fue, apenas se
levantaron de la mesa, a esconderse
tras la cortina, a fin
de hablar la última
y poder así reparar en
lo posible el mal que
la vieja hubiese hecho.
Entretanto, las hadas
comenzaron a conceder
sus dones a la
princesita. La primera le
otorgó el don de ser la
persona más bella del
mundo, la siguiente el
de tener el alma de un
ángel, la tercera el de
poseer una gracia admirable
en todo lo que hiciera,
la cuarta el de bailar
a las mil maravillas,
la quinta el de cantar
como un ruiseñor, y la
sexta el de tocar toda
clase de instrumentos
musicales a la perfección.
Llegado el turno de la
vieja hada, ésta dijo, meneando
la cabeza, más por
despecho que por
vejez, que la princesa
se pincharía la mano con
un huso, lo que le
causaría la muerte.
Este don terrible hizo
temblar a todos los
asistentes y no hubo
nadie que no llorara. En
ese momento, el hada
joven salió de su escondite
y en voz alta pronunció
estas palabras:
—Tranquilizaos, rey y
reina, vuestra hija no
morirá; es verdad que
no tengo poder suficiente
para deshacer por
completo lo que mi antecesora
ha hecho. La princesa
se clavará la mano
con un huso; pero en
vez de morir, sólo caerá
en un sueño profundo
que durará cien años, al
cabo de los cuales el
hijo de un rey llegará a
despertarla.
Para tratar de evitar
la desgracia anunciada
por la anciana, el rey
hizo publicar de inmediato
un edicto, mediante el
cual bajo pena de
muerte, prohibía a toda
persona hilar con huso
y conservar husos en
casa.
Pasaron quince o
dieciséis años. Un día en
que el rey y la reina
habían ido a una de sus
mansiones de recreo,
sucedió que la joven princesa,
correteando por el
castillo, subiendo de
cuarto en cuarto, llegó
a lo alto de un torreón, a
una pequeña buhardilla
donde una anciana
estaba sola hilando su
copo. Esta buena mujer
no había oído hablar de
las prohibiciones del
rey para hilar en huso.
—¿Qué hacéis aquí,
buena mujer? —dijo la
princesa. Estoy
hilando, mi bella niña, le respondió
la anciana, que no la
conocía.
—¡Ah! qué lindo es,
replicó la princesa,
¿cómo lo hacéis? Dadme,
a ver si yo también
puedo.
No hizo más que coger
el huso, y siendo
muy viva y un poco
atolondrada, aparte de que
la decisión de las
hadas así lo habían dispuesto,
cuando se clavó la mano
con él y cayó desmayada.
La buena anciana, muy
confundida, clama
socorro. Llegan de
todos lados, echan agua al
rostro de la princesa,
la desabrochan, le golpean
las manos, le frotan
las sienes con agua de la
reina de Hungría; pero
nada la reanima.
Entonces el rey, que
acababa de regresar al
palacio y había subido
al sentir el alboroto, se
acordó de la predicción
de las hadas, y pensando
que esto tenía que
suceder ya que ellas lo
habían dicho, hizo
poner a la princesa en el
aposento más hermoso
del palacio, sobre una
cama bordada en oro y
plata. Se veía tan bella
que parecía un ángel,
pues el desmayo no le
había quitado sus vivos
colores: sus mejillas
eran encarnadas y sus
labios como el coral; sólo
tenía los ojos
cerrados, pero se la oía respirar
suavemente, lo que
demostraba que no estaba
muerta. El rey ordenó
que la dejaran dormir en
reposo, hasta que
llegase su hora de despertar.
El hada buena que le
había salvado la vida,
al hacer que durmiera
cien años, se hallaba en
el reino de Mataquin, a
doce mil leguas de allí,
cuando ocurrió el
accidente de la princesa; pero
en un instante recibió
la noticia traída por un
enanito que tenía botas
de siete leguas (eran
unas botas que
recorrían siete leguas en cada
paso). El hada partió
de inmediato, y al cabo de
una hora la vieron
llegar en un carro de fuego
tirado por dragones.
El rey la fue a recibir
dándole la mano a la
bajada del carro. Ella
aprobó todo lo que él había
hecho; pero como era
muy previsora, pensó
que cuando la princesa
llegara a despertar, se
sentiría muy confundida
al verse sola en este
viejo palacio.
Hizo lo siguiente: tocó
con su varita todo lo
que había en el
castillo (salvo al rey y a la reina),
ayas, damas de honor,
mucamas, gentilhombres,
oficiales, mayordomos,
cocineros,
tocó también todos los
caballos que estaban en
las caballerizas, con
los palafreneros, los grandes
perros de gallinero, y
la pequeña Puf, la
perrita de la princesa
que estaba junto a ella
sobre el lecho. Junto
con tocarlos, se durmieron
todos, para que
despertaran al mismo tiempo
que su ama, a fin de
que estuviesen todos listos
para atenderla llegado
el momento; hasta los
asadores, que estaban
al fuego con perdices y
faisanes, se durmieron,
y también el fuego. Todo
esto se hizo en un
instante: las hadas no tardaban
en realizar su tarea.
Entonces el rey y la
reina luego de besar a su
querida hija, sin que
ella despertara, salieron
del castillo e hicieron
publicar prohibiciones de
acercarse a él a
quienquiera que fuese en todo
el mundo. Estas
prohibiciones no eran necesarias,
pues en un cuarto de
hora creció alrededor
del parque tal cantidad
de árboles grandes y
pequeños, de zarzas y
espinas entrelazadas
unas con otras, que ni
hombre ni bestia habría
podido pasar; de modo
que ya no se divisaba,
sino lo alto de las
torres del castillo y esto sólo
de muy lejos. Nadie
dudó de que esto fuese
también obra del hada
para que la princesa,
mientras durmiera, no
tuviera nada que temer
de los curiosos.
Al cabo de cien años,
el hijo de un rey que
gobernaba en ese
momento y que no era de la
familia de la princesa
dormida, andando de
caza por esos lados,
preguntó qué eran esas
torres que divisaba por
encima de un gran bosque
muy espeso; cada cual
le respondió según
lo que había oído
hablar. Unos decían que era
un viejo castillo
poblado de fantasmas; otros,
que todos los brujos de
la región celebraban allí
sus reuniones. La
opinión más corriente era que
en ese lugar vivía un
ogro y llevaba allí a cuanto
niño podía atrapar,
para comérselo a gusto y
sin que pudieran
seguirlo, teniendo él solamente
el poder para hacerse
un camino a través del
bosque. El príncipe no
sabía qué creer, hasta
que un viejo campesino
tomó la palabra y le
dijo:
—Príncipe, hace más de
cincuenta años le oí
decir a mi padre que
había en ese castillo una
princesa, la más bella
del mundo; que dormiría
durante cien años y
sería despertada por el hijo
de un rey a quien ella
estaba destinada.
Al escuchar este
discurso, el joven príncipe
se sintió enardecido;
creyó sin vacilar que él
pondría fin a tan
hermosa aventura; e impulsado
por el amor y la
gloria, resolvió investigar al
instante de qué se
trataba.
Apenas avanzó hacia el
bosque, esos enormes
árboles, aquellas
zarzas y espinas se apartaron
solos para dejarlo
pasar: caminó hacia el
castillo que veía al
final de una gran avenida
adonde penetró, pero,
ante su extrañeza, vio
que ninguna de esas
gentes había podido seguirlo
porque los árboles se
habían cerrado tras
él. Continuó sin
embargo su camino: un príncipe
joven y enamorado es
siempre valiente.
Llegó a un gran patio
de entrada donde todo
lo que apareció ante su
vista era para helarlo de
temor. Reinaba un
silencio espantoso, por todas
partes se presentaba la
imagen de la muerte,
era una de cuerpos
tendidos de hombres y
animales, que parecían
muertos. Pero se dio
cuenta, por la nariz
granujienta y la cara rubicunda
de los guardias, que
sólo estaban dormidos,
y sus jarras, donde aún
quedaban unas
gotas de vino,
mostraban a las claras que se
habían dormido
bebiendo.
Atraviesa un gran patio
pavimentado de
mármol, sube por la
escalera, llega a la sala de
los guardias que
estaban formados en hilera, la
carabina al hombro,
roncando a más y mejor.
Atraviesa varias
cámaras llenas de caballeros y
damas, todos durmiendo,
unos de pie, otros
sentados; entra en un
cuarto todo dorado, donde
ve sobre una cama cuyas
cortinas estaban
abiertas, el más bello
espectáculo que jamás
imaginara: una princesa
que parecía tener
quince o dieciséis años
cuyo brillo resplandeciente
tenía algo luminoso y
divino.
Se acercó temblando y
en actitud de admiración
se arrodilló junto a
ella. Entonces, como
había llegado el
término del hechizo, la princesa
despertó; y mirándolo
con ojos más tiernos
de lo que una primera
vista parecía permitir:
—¿Sois vos, príncipe
mío? —le dijo ella—
bastante os habéis hecho
esperar.
El príncipe, atraído
por estas palabras y más
aún por la forma en que
habían sido dichas, no
sabía cómo demostrarle
su alegría y gratitud; le
aseguró que la amaba
más que a sí mismo. Sus
discursos fueron
inhábiles; por ello gustaron
más; poca elocuencia,
mucho amor, con eso se
llega lejos. Estaba más
confundido que ella, y
no era para menos; la
princesa había tenido
tiempo de soñar con lo
que le diría, pues parece
(aunque la historia no
lo dice) que el hada buena,
durante tan prolongado
letargo, le había
procurado el placer de
tener sueños agradables.
En fin, hacía cuatro
horas que hablaban y no
habían conversado ni de
la mitad de las cosas
que tenían que decirse.
Entretanto, el palacio
entero se había despertado
junto con la princesa;
todos se disponían a
cumplir con su tarea, y
como no todos estaban
enamorados, ya se
morían de hambre; la dama
de honor, apremiada
como los demás, le anunció
a la princesa que la
cena estaba servida. El
príncipe ayudó a la
princesa a levantarse y vio
que estaba toda
vestida, y con gran magnificencia;
pero se abstuvo de
decirle que sus ropas
eran de otra época y
que todavía usaba gorguera;
no por eso se veía
menos hermosa.
Pasaron a un salón de
espejos y allí cenaron,
atendido por los
servidores de la princesa; violines
y oboes interpretaron
piezas antiguas pero
excelentes, que ya no
se tocaban desde hacía
casi cien años; y
después de la cena, sin pérdida
de tiempo, el capellán
los casó en la capilla del
castillo, y la dama de
honor les cerró las cortinas:
durmieron poco, la
princesa no lo necesitaba
mucho, y el príncipe la
dejó por la mañana
temprano para regresar
a la ciudad, donde su
padre debía estar
preocupado por él.
El príncipe le dijo que
estando de caza se
había perdido en el
bosque y que había pasado
la noche en la choza de
un carbonero quien le
había dado de comer
queso y pan negro. El rey:
su padre, que era un
buen hombre, le creyó
pero su madre no quedó
muy convencida, y al
ver que iba casi todos
los días a cazar y que
siempre tenía una
excusa a mano cuando pasaba
dos o tres noches
afuera, ya no dudó que se
trataba de algún
amorío; pues vivió más de dos
años enteros con la
princesa y tuvieron dos
hijos siendo la mayor
una niña cuyo nombre
era Aurora, y el
segundo un varón a quien llamaron
el Día porque parecía
aún más bello que
su hermana.
La reina le dijo una y
otra vez a su hijo para
hacerlo confesar, que
había que darse gusto en
la vida, pero él no se
atrevió nunca a confiarle
su secreto; aunque la
quería, le temía, pues era
de la raza de los ogros,
y el rey se había casado
con ella por sus
riquezas; en la corte se rumoreaba
incluso que tenía
inclinaciones de ogro, Y
que al ver pasar niños,
le costaba un mundo
dominarse para no
abalanzarse sobre ellos; de
modo que el príncipe
nunca quiso decirle nada.
Mas, cuando murió el
rey, al cabo de dos
años, y él se sintió el
amo, declaró públicamente
su matrimonio y con
gran ceremonia fue a
buscar a su mujer al
castillo. Se le hizo un recibimiento
magnífico en la capital
a donde ella
entró acompañada de sus
dos hijos.
Algún tiempo después,
el rey fue a hacer la
guerra contra el
emperador Cantalabutte, su
vecino. Encargó la
regencia del reino a su madre,
recomendándole mucho
que cuidara a su
mujer y a sus hijos.
Debía estar en la guerra
durante todo el verano,
y apenas partió, la reina
madre envió a su nuera
y sus hijos a una
casa de campo en el
bosque para poder satisfacer
más fácilmente sus
horribles deseos. Fue allí
algunos días más tarde
y le dijo una noche a su
mayordomo.
—Mañana para la cena
quiero comerme a la
pequeña Aurora.
—¡Ay! señora, dijo el
mayordomo.
—¡Lo quiero!, dijo la
reina (y lo dijo en un
tono de ogresa que
desea comer carne fresca), y
deseo comérmela con
salsa —Robert.
El pobre hombre,
sabiendo que no podía
burlarse de una ogresa,
tomó su enorme cuchillo
y subió al cuarto de la
pequeña Aurora; ella
tenía entonces cuatro
años y saltando y corriendo
se echó a su cuello
pidiéndole caramelos.
El se puso a llorar, el
cuchillo se le cayó de
las manos, y se fue al
corral a degollar un corderito,
cocinándolo con una
salsa tan buena
que su ama le aseguró
que nunca había comido
algo tan sabroso. Al
mismo tiempo llevó a la
pequeña Aurora donde su
mujer para que la
escondiera en una pieza
que ella tenía al fondo
del corral.
Ocho días después, la
malvada reina le dijo a
su mayordomo:
—Para cenar quiero al
pequeño Día.
El no contestó,
habiendo resuelto engañarla
como la primera vez.
Fue a buscar al niño y lo
encontró, florete en la
mano, practicando esgrima
con un mono muy grande,
aunque sólo
tenía tres años. Lo
llevó donde su mujer, quien
lo escondió junto con
Aurora, y en vez del pequeño
Día, sirvió un cabrito
muy tierno que la
ogresa encontró
delicioso.
Hasta aquí la cosa
había marchado bien; pero
una tarde, esta reina
perversa le dijo al mayordomo:
—Quiero comerme a la
reina con la misma
salsa que sus hijos.
Esta vez el pobre
mayordomo perdió la esperanza
de poder engañarla
nuevamente. La
joven reina tenía más
de 20 años, sin contar los
cien que había dormido:
aunque hermosa y
blanca su piel era algo
dura; ¿y cómo encontrar
en el corral un animal
tan duro? Decidió entonces,
para salvar su vida,
degollar a la reina, y
subió a sus aposentos
con la intención de terminar
de una vez. Tratando de
sentir furor y
con el puñal en la
mano, entró a la habitación
de la reina. Sin
embargo no quiso sorprendería
y en forma respetuosa
le comunicó la orden
que había recibido de
la reina madre.
—Cumplid con vuestro
deber, le dijo ella,
tendiendo su cuello;
ejecutad la orden que os
han dado; iré a
reunirme con mis hijos, mis
pobres hijos tan
queridos (pues ella los creía
muertos desde que los
había sacado de su lado
sin decirle nada).
—No, no, señora, le
respondió el pobre mayordomo,
enternecido, no
moriréis, y tampoco
dejaréis de reuniros
con vuestros queridos
hijos, pero será en mi
casa donde los tengo escondidos,
y otra vez engañaré a
la reina,
haciéndole comer una
cierva en lugar vuestro.
La llevó en seguida al
cuarto de su mujer y
dejando que la reina
abrazara a sus hijos y llorara
con ellos, fue a
preparar una cierva que la
reina comió para la
cena, con el mismo apetito
que si hubiera sido la
joven reina. Se sentía
muy satisfecha con su
crueldad, preparándose
para contarle al rey, a
su regreso, que los lobos
rabiosos se habían
comido a la reina su mujer y
a sus dos hijos.
Una noche en que como
de costumbre rondaba
por los patios y
corrales del castillo para
olfatear alguna carne
fresca, oyó en una sala de
la planta baja al
pequeño Día que lloraba porque
su madre quería pegarle
por portarse mal,
y escuchó también a la
pequeña Aurora que
pedía perdón por su
hermano.
La ogresa reconoció la
voz de la reina y de
sus hijos, y furiosa
por haber sido engañada, a
primera hora de la
mañana siguiente, ordenó
con una voz espantosa
que hacía temblar a todo
el mundo, que pusieran
al medio del patio una
gran cuba haciéndola
llenar con sapos, víboras,
culebras y serpientes,
para echar en ella a la
reina y sus niños, al
mayordomo, su mujer y su
criado; había dado la
orden de traerlos con las
manos atadas a la
espalda.
Ahí estaban, y los
verdugos se preparaban
para echarlos a la
cuba, cuando el rey, a quien
no esperaban tan
pronto, entró a caballo en el
patio; había viajado por
la posta, y preguntó
atónito qué significaba
ese horrible espectáculo.
Nadie se atrevía a
decírselo, cuando de pronto
la ogresa, enfurecida
al mirar lo que veía, se tiró
de cabeza dentro de la
cuba y en un instante
fue devorada por las
viles bestias que ella había
mandado poner.
El rey no dejó de
afligirse: era su madre, pero
se consoló muy pronto
con su bella esposa y
sus queridos hijos.
MORALEJA
Esperar algún tiempo
para hallar un esposo
rico, galante, apuesto
y cariñoso
parece una cosa natural
pero aguardarlo cien
años en calidad de durmiente
ya no hay doncella tal
que duerma tan apaciblemente.
La fábula además parece
querer enseñar
que a menudo del
vínculo el atrayente lazo
no será menos dichoso
por haberle dado un plazo
y que nada se pierde con
esperar;
pero la mujer con tal
ardor
aspira a la fe conyugal
que no tengo la fuerza
ni el valor
de predicarle esta
moral.
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