PRESENTACIÓN

Este es mi baúl, y en el voy a meter temas educativos y de tiempo libre para todos. Es mi intención dotar a este blog de contenidos interesantes para ayudar a estudiar a nuestros hijos y también para proponeros actividades en vuestro tiempo de ocio.

Espero que siempre encontréis algo nuevo e interesante y que os sea de utilidad. Bienvenidos!!!

Un saludo Kasandra.

sábado, 10 de diciembre de 2011


Título: La bella durmiente.
Autor: Charles Perrault.



Había una vez un rey y una reina que estaban
tan afligidos por no tener hijos, tan afligidos
que no hay palabras para expresarlo. Fueron
a todas las aguas termales del mundo; votos,
peregrinaciones, pequeñas devociones,
todo se ensayó sin resultado.
Al fin, sin embargo, la reina quedó encinta y
dio a luz una hija. Se hizo un hermoso bautizo;
fueron madrinas de la princesita todas las
hadas que pudieron encontrarse en la región
(eran siete) para que cada una de ellas, al concederle
un don, como era la costumbre de las
hadas en aquel tiempo, colmara a la princesa de
todas las perfecciones imaginables.
Después de las ceremonias del bautizo, todos
los invitados volvieron al palacio del rey,
donde había un gran festín para las hadas. Delante
de cada una de ellas habían colocado un
magnífico juego de cubiertos en un estuche de
oro macizo, donde había una cuchara, un tenedor
y un cuchillo de oro fino, adornado con
diamantes y rubíes. Cuando cada cual se estaba
sentando a la mesa, vieron entrar a una hada
muy vieja que no había sido invitada porque
hacia más de cincuenta años que no salía de
una torre y la creían muerta o hechizada.
El rey le hizo poner un cubierto, pero no
había forma de darle un estuche de oro macizo
como a las otras, pues sólo se habían mandado
a hacer siete, para las siete hadas. La vieja creyó
que la despreciaban y murmuró entre dientes
algunas amenazas. Una de las hadas jóvenes
que se hallaba cerca la escuchó y pensando que
pudiera hacerle algún don enojoso a la princesita,
fue, apenas se levantaron de la mesa, a esconderse
tras la cortina, a fin de hablar la última
y poder así reparar en lo posible el mal que
la vieja hubiese hecho.
Entretanto, las hadas comenzaron a conceder
sus dones a la princesita. La primera le
otorgó el don de ser la persona más bella del
mundo, la siguiente el de tener el alma de un
ángel, la tercera el de poseer una gracia admirable
en todo lo que hiciera, la cuarta el de bailar
a las mil maravillas, la quinta el de cantar
como un ruiseñor, y la sexta el de tocar toda
clase de instrumentos musicales a la perfección.
Llegado el turno de la vieja hada, ésta dijo, meneando
la cabeza, más por despecho que por
vejez, que la princesa se pincharía la mano con
un huso, lo que le causaría la muerte.
Este don terrible hizo temblar a todos los
asistentes y no hubo nadie que no llorara. En
ese momento, el hada joven salió de su escondite
y en voz alta pronunció estas palabras:
—Tranquilizaos, rey y reina, vuestra hija no
morirá; es verdad que no tengo poder suficiente
para deshacer por completo lo que mi antecesora
ha hecho. La princesa se clavará la mano
con un huso; pero en vez de morir, sólo caerá
en un sueño profundo que durará cien años, al
cabo de los cuales el hijo de un rey llegará a
despertarla.
Para tratar de evitar la desgracia anunciada
por la anciana, el rey hizo publicar de inmediato
un edicto, mediante el cual bajo pena de
muerte, prohibía a toda persona hilar con huso
y conservar husos en casa.
Pasaron quince o dieciséis años. Un día en
que el rey y la reina habían ido a una de sus
mansiones de recreo, sucedió que la joven princesa,
correteando por el castillo, subiendo de
cuarto en cuarto, llegó a lo alto de un torreón, a
una pequeña buhardilla donde una anciana
estaba sola hilando su copo. Esta buena mujer
no había oído hablar de las prohibiciones del
rey para hilar en huso.
—¿Qué hacéis aquí, buena mujer? —dijo la
princesa. Estoy hilando, mi bella niña, le respondió
la anciana, que no la conocía.
—¡Ah! qué lindo es, replicó la princesa,
¿cómo lo hacéis? Dadme, a ver si yo también
puedo.
No hizo más que coger el huso, y siendo
muy viva y un poco atolondrada, aparte de que
la decisión de las hadas así lo habían dispuesto,
cuando se clavó la mano con él y cayó desmayada.
La buena anciana, muy confundida, clama
socorro. Llegan de todos lados, echan agua al
rostro de la princesa, la desabrochan, le golpean
las manos, le frotan las sienes con agua de la
reina de Hungría; pero nada la reanima.
Entonces el rey, que acababa de regresar al
palacio y había subido al sentir el alboroto, se
acordó de la predicción de las hadas, y pensando
que esto tenía que suceder ya que ellas lo
habían dicho, hizo poner a la princesa en el
aposento más hermoso del palacio, sobre una
cama bordada en oro y plata. Se veía tan bella
que parecía un ángel, pues el desmayo no le
había quitado sus vivos colores: sus mejillas
eran encarnadas y sus labios como el coral; sólo
tenía los ojos cerrados, pero se la oía respirar
suavemente, lo que demostraba que no estaba
muerta. El rey ordenó que la dejaran dormir en
reposo, hasta que llegase su hora de despertar.
El hada buena que le había salvado la vida,
al hacer que durmiera cien años, se hallaba en
el reino de Mataquin, a doce mil leguas de allí,
cuando ocurrió el accidente de la princesa; pero
en un instante recibió la noticia traída por un
enanito que tenía botas de siete leguas (eran
unas botas que recorrían siete leguas en cada
paso). El hada partió de inmediato, y al cabo de
una hora la vieron llegar en un carro de fuego
tirado por dragones.
El rey la fue a recibir dándole la mano a la
bajada del carro. Ella aprobó todo lo que él había
hecho; pero como era muy previsora, pensó
que cuando la princesa llegara a despertar, se
sentiría muy confundida al verse sola en este
viejo palacio.
Hizo lo siguiente: tocó con su varita todo lo
que había en el castillo (salvo al rey y a la reina),
ayas, damas de honor, mucamas, gentilhombres,
oficiales, mayordomos, cocineros,
tocó también todos los caballos que estaban en
las caballerizas, con los palafreneros, los grandes
perros de gallinero, y la pequeña Puf, la
perrita de la princesa que estaba junto a ella
sobre el lecho. Junto con tocarlos, se durmieron
todos, para que despertaran al mismo tiempo
que su ama, a fin de que estuviesen todos listos
para atenderla llegado el momento; hasta los
asadores, que estaban al fuego con perdices y
faisanes, se durmieron, y también el fuego. Todo
esto se hizo en un instante: las hadas no tardaban
en realizar su tarea.
Entonces el rey y la reina luego de besar a su
querida hija, sin que ella despertara, salieron
del castillo e hicieron publicar prohibiciones de
acercarse a él a quienquiera que fuese en todo
el mundo. Estas prohibiciones no eran necesarias,
pues en un cuarto de hora creció alrededor
del parque tal cantidad de árboles grandes y
pequeños, de zarzas y espinas entrelazadas
unas con otras, que ni hombre ni bestia habría
podido pasar; de modo que ya no se divisaba,
sino lo alto de las torres del castillo y esto sólo
de muy lejos. Nadie dudó de que esto fuese
también obra del hada para que la princesa,
mientras durmiera, no tuviera nada que temer
de los curiosos.
Al cabo de cien años, el hijo de un rey que
gobernaba en ese momento y que no era de la
familia de la princesa dormida, andando de
caza por esos lados, preguntó qué eran esas
torres que divisaba por encima de un gran bosque
muy espeso; cada cual le respondió según
lo que había oído hablar. Unos decían que era
un viejo castillo poblado de fantasmas; otros,
que todos los brujos de la región celebraban allí
sus reuniones. La opinión más corriente era que
en ese lugar vivía un ogro y llevaba allí a cuanto
niño podía atrapar, para comérselo a gusto y
sin que pudieran seguirlo, teniendo él solamente
el poder para hacerse un camino a través del
bosque. El príncipe no sabía qué creer, hasta
que un viejo campesino tomó la palabra y le
dijo:
—Príncipe, hace más de cincuenta años le oí
decir a mi padre que había en ese castillo una
princesa, la más bella del mundo; que dormiría
durante cien años y sería despertada por el hijo
de un rey a quien ella estaba destinada.
Al escuchar este discurso, el joven príncipe
se sintió enardecido; creyó sin vacilar que él
pondría fin a tan hermosa aventura; e impulsado
por el amor y la gloria, resolvió investigar al
instante de qué se trataba.
Apenas avanzó hacia el bosque, esos enormes
árboles, aquellas zarzas y espinas se apartaron
solos para dejarlo pasar: caminó hacia el
castillo que veía al final de una gran avenida
adonde penetró, pero, ante su extrañeza, vio
que ninguna de esas gentes había podido seguirlo
porque los árboles se habían cerrado tras
él. Continuó sin embargo su camino: un príncipe
joven y enamorado es siempre valiente.
Llegó a un gran patio de entrada donde todo
lo que apareció ante su vista era para helarlo de
temor. Reinaba un silencio espantoso, por todas
partes se presentaba la imagen de la muerte,
era una de cuerpos tendidos de hombres y
animales, que parecían muertos. Pero se dio
cuenta, por la nariz granujienta y la cara rubicunda
de los guardias, que sólo estaban dormidos,
y sus jarras, donde aún quedaban unas
gotas de vino, mostraban a las claras que se
habían dormido bebiendo.
Atraviesa un gran patio pavimentado de
mármol, sube por la escalera, llega a la sala de
los guardias que estaban formados en hilera, la
carabina al hombro, roncando a más y mejor.
Atraviesa varias cámaras llenas de caballeros y
damas, todos durmiendo, unos de pie, otros
sentados; entra en un cuarto todo dorado, donde
ve sobre una cama cuyas cortinas estaban
abiertas, el más bello espectáculo que jamás
imaginara: una princesa que parecía tener
quince o dieciséis años cuyo brillo resplandeciente
tenía algo luminoso y divino.
Se acercó temblando y en actitud de admiración
se arrodilló junto a ella. Entonces, como
había llegado el término del hechizo, la princesa
despertó; y mirándolo con ojos más tiernos
de lo que una primera vista parecía permitir:
—¿Sois vos, príncipe mío? —le dijo ella—
bastante os habéis hecho esperar.
El príncipe, atraído por estas palabras y más
aún por la forma en que habían sido dichas, no
sabía cómo demostrarle su alegría y gratitud; le
aseguró que la amaba más que a sí mismo. Sus
discursos fueron inhábiles; por ello gustaron
más; poca elocuencia, mucho amor, con eso se
llega lejos. Estaba más confundido que ella, y
no era para menos; la princesa había tenido
tiempo de soñar con lo que le diría, pues parece
(aunque la historia no lo dice) que el hada buena,
durante tan prolongado letargo, le había
procurado el placer de tener sueños agradables.
En fin, hacía cuatro horas que hablaban y no
habían conversado ni de la mitad de las cosas
que tenían que decirse.
Entretanto, el palacio entero se había despertado
junto con la princesa; todos se disponían a
cumplir con su tarea, y como no todos estaban
enamorados, ya se morían de hambre; la dama
de honor, apremiada como los demás, le anunció
a la princesa que la cena estaba servida. El
príncipe ayudó a la princesa a levantarse y vio
que estaba toda vestida, y con gran magnificencia;
pero se abstuvo de decirle que sus ropas
eran de otra época y que todavía usaba gorguera;
no por eso se veía menos hermosa.
Pasaron a un salón de espejos y allí cenaron,
atendido por los servidores de la princesa; violines
y oboes interpretaron piezas antiguas pero
excelentes, que ya no se tocaban desde hacía
casi cien años; y después de la cena, sin pérdida
de tiempo, el capellán los casó en la capilla del
castillo, y la dama de honor les cerró las cortinas:
durmieron poco, la princesa no lo necesitaba
mucho, y el príncipe la dejó por la mañana
temprano para regresar a la ciudad, donde su
padre debía estar preocupado por él.
El príncipe le dijo que estando de caza se
había perdido en el bosque y que había pasado
la noche en la choza de un carbonero quien le
había dado de comer queso y pan negro. El rey:
su padre, que era un buen hombre, le creyó
pero su madre no quedó muy convencida, y al
ver que iba casi todos los días a cazar y que
siempre tenía una excusa a mano cuando pasaba
dos o tres noches afuera, ya no dudó que se
trataba de algún amorío; pues vivió más de dos
años enteros con la princesa y tuvieron dos
hijos siendo la mayor una niña cuyo nombre
era Aurora, y el segundo un varón a quien llamaron
el Día porque parecía aún más bello que
su hermana.
La reina le dijo una y otra vez a su hijo para
hacerlo confesar, que había que darse gusto en
la vida, pero él no se atrevió nunca a confiarle
su secreto; aunque la quería, le temía, pues era
de la raza de los ogros, y el rey se había casado
con ella por sus riquezas; en la corte se rumoreaba
incluso que tenía inclinaciones de ogro, Y
que al ver pasar niños, le costaba un mundo
dominarse para no abalanzarse sobre ellos; de
modo que el príncipe nunca quiso decirle nada.
Mas, cuando murió el rey, al cabo de dos
años, y él se sintió el amo, declaró públicamente
su matrimonio y con gran ceremonia fue a
buscar a su mujer al castillo. Se le hizo un recibimiento
magnífico en la capital a donde ella
entró acompañada de sus dos hijos.
Algún tiempo después, el rey fue a hacer la
guerra contra el emperador Cantalabutte, su
vecino. Encargó la regencia del reino a su madre,
recomendándole mucho que cuidara a su
mujer y a sus hijos. Debía estar en la guerra
durante todo el verano, y apenas partió, la reina
madre envió a su nuera y sus hijos a una
casa de campo en el bosque para poder satisfacer
más fácilmente sus horribles deseos. Fue allí
algunos días más tarde y le dijo una noche a su
mayordomo.
—Mañana para la cena quiero comerme a la
pequeña Aurora.
—¡Ay! señora, dijo el mayordomo.
—¡Lo quiero!, dijo la reina (y lo dijo en un
tono de ogresa que desea comer carne fresca), y
deseo comérmela con salsa —Robert.
El pobre hombre, sabiendo que no podía
burlarse de una ogresa, tomó su enorme cuchillo
y subió al cuarto de la pequeña Aurora; ella
tenía entonces cuatro años y saltando y corriendo
se echó a su cuello pidiéndole caramelos.
El se puso a llorar, el cuchillo se le cayó de
las manos, y se fue al corral a degollar un corderito,
cocinándolo con una salsa tan buena
que su ama le aseguró que nunca había comido
algo tan sabroso. Al mismo tiempo llevó a la
pequeña Aurora donde su mujer para que la
escondiera en una pieza que ella tenía al fondo
del corral.
Ocho días después, la malvada reina le dijo a
su mayordomo:
—Para cenar quiero al pequeño Día.
El no contestó, habiendo resuelto engañarla
como la primera vez. Fue a buscar al niño y lo
encontró, florete en la mano, practicando esgrima
con un mono muy grande, aunque sólo
tenía tres años. Lo llevó donde su mujer, quien
lo escondió junto con Aurora, y en vez del pequeño
Día, sirvió un cabrito muy tierno que la
ogresa encontró delicioso.
Hasta aquí la cosa había marchado bien; pero
una tarde, esta reina perversa le dijo al mayordomo:
—Quiero comerme a la reina con la misma
salsa que sus hijos.
Esta vez el pobre mayordomo perdió la esperanza
de poder engañarla nuevamente. La
joven reina tenía más de 20 años, sin contar los
cien que había dormido: aunque hermosa y
blanca su piel era algo dura; ¿y cómo encontrar
en el corral un animal tan duro? Decidió entonces,
para salvar su vida, degollar a la reina, y
subió a sus aposentos con la intención de terminar
de una vez. Tratando de sentir furor y
con el puñal en la mano, entró a la habitación
de la reina. Sin embargo no quiso sorprendería
y en forma respetuosa le comunicó la orden
que había recibido de la reina madre.
—Cumplid con vuestro deber, le dijo ella,
tendiendo su cuello; ejecutad la orden que os
han dado; iré a reunirme con mis hijos, mis
pobres hijos tan queridos (pues ella los creía
muertos desde que los había sacado de su lado
sin decirle nada).
—No, no, señora, le respondió el pobre mayordomo,
enternecido, no moriréis, y tampoco
dejaréis de reuniros con vuestros queridos
hijos, pero será en mi casa donde los tengo escondidos,
y otra vez engañaré a la reina,
haciéndole comer una cierva en lugar vuestro.
La llevó en seguida al cuarto de su mujer y
dejando que la reina abrazara a sus hijos y llorara
con ellos, fue a preparar una cierva que la
reina comió para la cena, con el mismo apetito
que si hubiera sido la joven reina. Se sentía
muy satisfecha con su crueldad, preparándose
para contarle al rey, a su regreso, que los lobos
rabiosos se habían comido a la reina su mujer y
a sus dos hijos.
Una noche en que como de costumbre rondaba
por los patios y corrales del castillo para
olfatear alguna carne fresca, oyó en una sala de
la planta baja al pequeño Día que lloraba porque
su madre quería pegarle por portarse mal,
y escuchó también a la pequeña Aurora que
pedía perdón por su hermano.
La ogresa reconoció la voz de la reina y de
sus hijos, y furiosa por haber sido engañada, a
primera hora de la mañana siguiente, ordenó
con una voz espantosa que hacía temblar a todo
el mundo, que pusieran al medio del patio una
gran cuba haciéndola llenar con sapos, víboras,
culebras y serpientes, para echar en ella a la
reina y sus niños, al mayordomo, su mujer y su
criado; había dado la orden de traerlos con las
manos atadas a la espalda.
Ahí estaban, y los verdugos se preparaban
para echarlos a la cuba, cuando el rey, a quien
no esperaban tan pronto, entró a caballo en el
patio; había viajado por la posta, y preguntó
atónito qué significaba ese horrible espectáculo.
Nadie se atrevía a decírselo, cuando de pronto
la ogresa, enfurecida al mirar lo que veía, se tiró
de cabeza dentro de la cuba y en un instante
fue devorada por las viles bestias que ella había
mandado poner.
El rey no dejó de afligirse: era su madre, pero
se consoló muy pronto con su bella esposa y
sus queridos hijos.
MORALEJA
Esperar algún tiempo para hallar un esposo
rico, galante, apuesto y cariñoso
parece una cosa natural
pero aguardarlo cien años en calidad de durmiente
ya no hay doncella tal que duerma tan apaciblemente.
La fábula además parece querer enseñar
que a menudo del vínculo el atrayente lazo
no será menos dichoso por haberle dado un plazo
y que nada se pierde con esperar;
pero la mujer con tal ardor
aspira a la fe conyugal
que no tengo la fuerza ni el valor
de predicarle esta moral.

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