Título: Piel de Asno.
Autor: Charles Perrault.
Érase una vez un rey tan
famoso, tan amado
por su pueblo, tan
respetado por todos sus vecinos,
que de él podía decirse
que era el más
feliz de los monarcas. Su
dicha se confirmaba
aún más por la elección
que hiciera de una
princesa tan bella como
virtuosa; y estos felices
esposos vivían en la más
perfecta unión. De su
casto himeneo había
nacido una hija dotada de
encantos y virtudes tales
que no se lamentaban
de tan corta
descendencia.
La magnificencia, el buen
gusto y la abundancia
reinaban en su palacio.
Los ministros
eran hábiles y prudentes;
los cortesanos virtuosos
y leales, los servidores
fieles y laboriosos.
Sus caballerizas eran
grandes y llenas de los
más hermosos caballos del
mundo, ricamente
enjaezados. Pero lo que
asombraba a los visitantes
que acudían a admirar
estas hermosas
cuadras, era que en el
sitio más destacado un
señor asno exhibía sus
grandes y largas orejas.
Y no era por capricho
sino con razón que el rey
le había reservado un
lugar especial y destacado.
Las virtudes de este
extraño animal merecían
semejante distinción,
pues la naturaleza lo
había formado de modo tan
extraordinario que
su pesebre, en vez de
suciedades, se cubría cada
mañana con hermosos
escudos y luises de
todos tamaños, que eran
recogidos a su despertar.
Pues bien, como las
vicisitudes de la vida alcanzan
tanto a los reyes como a
los súbditos, y
como siempre los bienes
están mezclados con
algunos males el cielo
permitió que la reina
fuese aquejada
repentinamente de una penosa
enfermedad para la cual,
pese a la ciencia y a la
habilidad de los médicos,
no se pudo encontrar
remedio.
La desolación fue
general. El rey, sensible y
enamorado, a pesar del
famoso proverbio que
dice que el matrimonio es
la tumba del amor,
sufría sin alivio, hacia
encendidos votos a todos
los templos de su reino,
ofrecía su vida a cambio
de la de su esposa tan
querida; pero dioses
y hadas eran invocados en
vano.
La reina, sintiendo que
se acercaba su última
hora, dijo a su esposo
que estaba deshecho en
llanto:
—Permitidme, antes de
morir, que os exija
una cosa; si quisierais
volver a casaros...
A estas palabras el rey,
con quejas lastimosas,
tomó las manos de su
mujer, las baño de
lágrimas, y asegurándole
que estaba de más
hablarle de un segundo
matrimonio:
—No, no, dijo por fin, mi
amada reina,
habladme más bien de
seguiros.
—El Estado, repuso la
reina con una firmeza
que aumentaba las
lamentaciones de este
príncipe, el Estado que
exige sucesores ya que
sólo os he dado una hija,
debe apremiaros para
que tengáis hijos que se
os parezcan; mas os
ruego, por todo el amor
que me habéis tenido,
no ceder a los apremios
de vuestros súbditos
sino hasta que encontréis
una princesa más
bella y mejor que yo.
Quiero vuestra promesa,
y entonces moriré
contenta.
Es de presumir que la
reina, que no carecía
de amor propio, había
exigido esta promesa
convencida que nadie en
el mundo podía igualarla,
y se aseguraba de este
modo que el rey
jamás volviera a casarse.
Finalmente, ella murió.
Nunca un marido hizo
tanto alarde: llorar,
sollozar día y noche,
menudo derecho que
otorga la viudez, fue su
única ocupación.
Los grandes dolores son
efímeros. Además,
los consejeros del Estado
se reunieron y en conjunto
fueron a pedirle al rey
que volviera a casarse.
Esta proposición le
pareció dura y le hizo
derramar nuevas lágrimas.
Invocó la promesa
hecha a la reina, y los
desafió a todos a encontrar
una princesa más hermosa
y más perfecta
que su difunta esposa,
pensando que aquello
era imposible.
Pero el consejo consideró
tal promesa como
una bagatela, y opinó que
poco importaba la
belleza, con tal que una
reina fuese virtuosa y
nada estéril; que el
Estado exigía príncipes para
su tranquilidad y paz;
que, a decir verdad, la
infante tenía todas las
cualidades para hacer de
ella una buena reina,
pero era preciso elegirle a
un extranjero por esposo;
y que entonces, o el
extranjero se la llevaba
con él o bien, si reinaba
con ella, sus hijos no
serían considerados del
mismo linaje y además, no
habiendo príncipe
de su dinastía, los
pueblos vecinos podían provocar
guerras que acarrearían
la ruina del reino.
El rey, movido por estas
consideraciones,
prometió que lo pensaría.
Efectivamente, buscó
entre las princesas casaderas
cuál podría convenirle. A
diario le llevaban
retratos atractivos; pero
ninguno exhibía
los encantos de la
difunta reina. De este modo,
no tomaba decisión
alguna.
Por desgracia, empezó a
encontrar que la infanta,
su hija, era no solamente
hermosa y bien
formada, sino que
sobrepasaba largamente a la
reina su madre en inteligencia
y agrado. Su
juventud, la atrayente
frescura de su hermosa
piel, inflamó al rey de
un modo tan violento
que no pudo ocultárselo a
la infanta, diciéndole
que había resuelto
casarse con ella pues era la
única que podía
desligarlo de su promesa.
La joven princesa, llena
de virtud y pudor,
creyó desfallecer ante
esta horrible proposición.
Se echó a los pies del
rey su padre, y le suplicó
con toda la fuerza de su
alma, que no la obligara
a cometer un crimen
semejante.
El rey, que estaba
empecinado con este descabellado
proyecto, había
consultado a un anciano
druida, para tranquilizar
la conciencia de
la joven princesa. Este
druida, más ambicioso
que religioso, sacrificó
la causa de la inocencia
y la virtud al honor de
ser confidente de un
poderoso rey. Se insinuó
con tal destreza en el
espíritu del rey, le
suavizó de tal manera el
crimen que iba a cometer,
que hasta lo persuadió
de estar haciendo una
obra pía al casarse
con su hija.
El rey, halagado por el
discurso de aquel
malvado, lo abrazó y
salió más empecinado
que nunca con su
proyecto: hizo dar órdenes a
la infanta para que se
preparara a obedecerle.
La joven princesa,
sobrecogida de dolor,
pensó en recurrir a su
madrina, el hada de las
Lilas. Con este objeto,
partió esa misma noche
en un lindo cochecito
tirado por un cordero que
sabía todos los caminos.
Llegó a su destino con
toda felicidad. El hada,
que amaba a la infanta,
le dijo que ya estaba
enterada de lo que venía a
decirle, pero que no se
preocupara: nada podía
pasarle si ejecutaba
fielmente todo lo que le
indicaría.
—Porque, mi amada niña,
le dijo, sería una
falta muy grave casaros
con vuestro padre; pero,
sin necesidad de
contradecirlo, podéis evitarlo:
decidle que para
satisfacer un capricho
que tenéis, es preciso
que os regale un vestido
color del tiempo. Jamás,
con todo su amor y su
poder podrá lograrlo.
La princesa le dio las
gracias a su madrina, y
a la mañana siguiente le
dijo al rey su padre lo
que el hada le había
aconsejado y reiteró que no
obtendrían de ella
consentimiento alguno hasta
tener el vestido color
del tiempo.
El rey, encantado con la
esperanza que ella
le daba, reunió a los más
famosos costureros y
les encargó el vestido
bajo la condición de que
si no eran capaces dé
realizarlo los haría ahorcar
a todos.
No tuvo necesidad de
llegar a ese extremo: a
los dos días trajeron el
tan ansiado traje. El firmamento
no es de un azul más
bello, cuando lo
circundan nubes de oro,
que este hermoso vestido
al ser desplegado. La
infanta se sintió toda
acongojada y no sabía
cómo salir del paso. El
rey apremiaba la
decisión. Hubo que recurrir
nuevamente a la madrina
quien, asombrada
porque su secreto no
había dado resultado, le
dijo que tratara de pedir
otro vestido del color
de la luna.
El rey, que nada podía
negarle a su hija,
mandó buscar a los más
diestros artesanos, y
les encargó en forma tan
apremiante un vestido
del color de la luna, que
entre ordenarlo y traerlo
no mediaron ni
veinticuatro horas. La infanta,
más deslumbrada por este
soberbio traje
que por la solicitud de
su padre, se afligió desmedidamente
cuando estuvo con sus
damas y
su nodriza.
El hada de las Lilas, que
todo lo sabía, vino
en ayuda de la atribulada
princesa y le dijo:
—O me equivoco mucho, o
creo que si pedís
un vestido color del sol
lograremos desalentar
al rey vuestro padre,
pues jamás podrán llegar
a confeccionar un vestido
así.
La infanta estuvo de
acuerdo y pidió el vestido;
y el enamorado rey
entregó sin pena todos
los diamantes y rubíes de
su corona para ayudar
a esta obra maravillosa,
con la orden de no
economizar nada para
hacer esta prenda semejante
al sol: Fue así que
cuando el vestido apareció,
todos los que lo vieron
desplegado tuvieron
que cerrar los ojos, tan
deslumbrante era.
¡Cómo se puso la infanta
ante esta visión!
Jamás se había visto algo
tan hermoso y tan
artísticamente trabajado.
Se sintió confundida;
y con el pretexto de que
a la vista del traje le
habían dolido los ojos,
se retiró a su aposento
donde el hada la
esperaba, de lo más avergonzada.
Fue peor aún, pues al ver
el vestido color
del sol, se puso roja de
ira.
—¡Oh!, como último
recurso, hija mía, —le
dijo a la princesa, vamos
a someter al indigno
amor de vuestro padre a
una terrible prueba.
Lo creo muy empecinado
con este matrimonio,
que él cree tan próximo;
pero pienso que quedará
un poco aturdido si le
hacéis el pedido
que os aconsejo: la piel
de ese asno que ama tan
apasionadamente y que
subvenciona tan generosamente
todos sus gastos. Id, y
no dejéis de
decirle que deseáis esa
piel.
La princesa, encantada de
encontrar una
nueva manera de eludir un
matrimonio que
detestaba, y pensando que
su padre jamás se
resignaría a sacrificar
su asno, fue a verlo y le
expuso su deseo de tener
la piel de aquel bello
animal.
Aunque extrañado por este
capricho, el rey
no vaciló en
satisfacerlo. El pobre asno fue sacrificado
y su piel galantemente
llevada a la
infanta quien, no viendo
ya ningún otro modo
de esquivar su desgracia,
iba a caer en la desesperación
cuando su madrina acudió.
—¿Qué hacéis, hija mía?,
dijo, viendo a la
princesa arrancándose los
cabellos y golpeándose
sus hermosas mejillas.
Este es el momento
más hermoso de vuestra
vida. Cubríos con esta
piel, salid del palacio y
partid hasta donde la
tierra pueda llevaros:
cuando se sacrifica todo a
la virtud, los dioses
saben recompensarlo. ¡Partid!
Yo me encargo de que todo
vuestro tocador
y vuestro guardarropa os
sigan a todas partes;
dondequiera que os
detengáis, vuestro cofre
conteniendo vestidos,
alhajas, seguirá vuestros
pasos bajo tierra; y he
aquí mi varita, que os
doy: al golpear con ella
el suelo cuando necesitéis
vuestro cofre, éste
aparecerá ante vuestros
ojos. Mas, apresuraos en
partid, no tardéis más.
La princesa abrazó mil
veces a su madrina,
le rogó que no la
abandonara, se revistió con la
horrible piel luego de
haberse refregado con
hollín de la chimenea, y
salió de aquel suntuoso
palacio sin que nadie la
reconociera.
La ausencia de la infanta
causó gran revuelo.
El rey, que había hecho
preparar una magnífica
fiesta, estaba
desesperado e inconsolable. Hizo
salir a mas de cien
guardias y más de mil mosqueteros
en busca de su hija; pero
el hada, que
la protegía, la hacía
invisible a los más hábiles
rastreos. De modo que al
fin hubo que resignarse.
Mientras tanto, la
princesa caminaba. Llegó
lejos, muy lejos, todavía
más lejos, en todas
partes buscaba un
trabajo. Pero, aunque por
caridad le dieran de
comer, la encontraban tan
mugrienta qué nadie la
tomaba.
Andando y andando, entró
a una hermosa
ciudad, a cuyas puertas
había una granja; la
granjera necesitaba una
sirvienta para lavar la
ropa de cocina, y limpiar
los pavos y las pocilgas
de los puercos. Esta
mujer, viendo a aquella
viajera tan sucia; le
propuso entrar a servir a su
casa, lo que la infanta
aceptó con gusto, tan
cansada estaba de todo lo
que había caminado.
La pusieron en un rincón
apartado de la cocina
donde, durante los
primeros días, fue el
blanco de las groseras
bromas de la servidumbre,
así era la repugnancia
que inspiraba su piel
de asno.
Al fin se acostumbraron;
además ella ponía
tanto empeño en cumplir
con sus tareas que la
granjera la tomó bajo su
protección. Estaba encargada
de los corderos, los
metía al redil
cuando era preciso:
llevaba a los pavos a pacer,
todo con una habilidad
como si nunca hubiese
hecho otra cosa. Así
pues, todo fructificaba bajo
sus bellas manos.
Un día estaba sentada
junto a una fuente de
agua clara, donde
deploraba a menudo su triste
condición, se le ocurrió
mirarse; la horrible piel
de asno que constituía su
peinado y su ropaje,
la espantó. Avergonzada
de su apariencia, se
refregó hasta que se sacó
toda la mugre de la
cara y de las manos las
que quedaron más
blancas que el marfil, y
su hermosa tez recuperó
su frescura natural.
La alegría de verse tan
bella le provocó el
deseo de bañarse, lo que
hizo; pero tuvo que
volver a ponerse la
indigna piel para volver a la
granja. Felizmente, el
día siguiente era de fiesta;
así pues, tuvo tiempo
para sacar su cofre, arreglar
su apariencia, empolvar
sus hermosos cabellos
y ponerse su precioso
traje color del
tiempo. Su cuarto era tan
pequeño que no se
podía extender la cola de
aquel magnífico vestido.
La linda princesa se
miraba y se admiraba
a sí misma con razón, de
modo que, para no
aburrirse, decidió
ponerse por turno todas sus
hermosas tenidas los días
de fiesta y los domingos,
lo que hacía
puntualmente. Con un
arte admirable, adornaba
sus cabellos mezclando
flores y diamantes; a
menudo suspiraba
pensando que los únicos
testigos de su belleza
eran sus corderos y sus
pavos que la amaban
igual con su horrible
piel de asno, que había
dado origen al apodo con
que la nombraban en
la granja.
Un día de fiesta en que
Piel de Asno se había
puesto su vestido color
del sol, el hijo del rey, a
quien pertenecía esta
granja, hizo allí un alto
para descansar al volver
de caza. El príncipe
era joven, hermoso y
apuesto; era el amor de su
padre y de la reina su
madre, y su pueblo lo
adoraba. Ofrecieron a
este príncipe una colación
campestre, que él aceptó;
luego se puso a
recorrer los gallineros y
todos los rincones.
Yendo así de un lugar a
otro entró por un callejón
sombrío al fondo del cual
vio una puerta
cerrada. Llevado por la
curiosidad, puso el ojo
en la cerradura. ¿pero
qué le pasó al divisar a
una princesa tan bella y
ricamente vestida, que
por su aspecto noble y
modesto, él tomó por
una diosa? El ímpetu del
sentimiento que lo
embargó en ese momento lo
habría llevado a
forzar la puerta, a no
mediar el respeto que le
inspirara esta persona
maravillosa.
Tuvo que hacer un
esfuerzo para regresar
por ese callejón oscuro y
sombrío, pero lo hizo
para averiguar quién
vivía en ese pequeño
cuartito. Le dijeron que
era una sirvienta que se
llamaba Piel de Asno a
causa de la piel con que
se vestía; y que era tan
mugrienta y sucia que
nadie la miraba ni le
hablaba, y que la habían
tomado por lástima para
que cuidara los corderos
y los pavos.
El príncipe, no
satisfecho con estas referencias,
se dio cuenta que estas
gentes rudas no
sabían nada más y que era
inútil hacerles más
preguntas. Volvió al
palacio del rey su padre,
indeciblemente enamorado,
teniendo constantemente
ante sus ojos la imagen
de esta diosa
que había visto por el
ojo de la cerradura. Se
lamentó de no haber
golpeado a la puerta, y
decidió que no dejaría de
hacerlo la próxima
vez.
Pero la agitación de su
sangre, causada por
el ardor de su amor, le
provocó esa misma noche
una fiebre tan terrible
que pronto decayó
hasta el más grave
extremo. La reina su madre,
que tenía este único
hijo, se desesperaba al ver
que todos los remedios
eran inútiles. En vano
prometía las más
suntuosas recompensas a los
médicos; éstos empleaban
todas sus artes, pero
nada mejoraba al
príncipe. Finalmente, adivinaron
que un sufrimiento mortal
era la causa
de todo este daño; se lo
dijeron a la reina quien,
llena de ternura por su
hijo, fue a suplicarle que
contara la causa de su
mal; y aunque se tratara
de que le cedieran la
corona, el rey su padre
bajaría de su trono sin
pena para hacerlo subir
a él; que si deseaba a
alguna princesa, aunque
se estuviera en guerra
con el rey su padre y
hubiese justos motivos de
agravio, sacrificarían
todo para darle lo que
deseaba; pero le suplicaba
que no se dejara morir,
puesto que de su
vida dependía la de sus
padres. La reina terminó
este conmovedor discurso
no sin antes
derramar un torrente de
lágrimas sobre el rostro
de su hijo.
—Señora, le dijo por fin
el príncipe, con una
voz muy débil, no soy tan
desnaturalizado como
para desear la corona de
mi padre; ¡quiera
el cielo que él viva
largos años y me acepte durante
mucho tiempo como el más
respetuoso y
fiel de sus súbditos! En
cuanto a las princesas
que me ofrecéis; aún no
he pensado en casarme;
y bien sabéis que, sumiso
como soy a vuestras
voluntades, os obedeceré
siempre, a cualquier
precio.
—¡Ah!, hijo mío, repuso
la reina, ningún
precio es muy alto para
salvarte la vida; mas,
querido hijo, salva la
mía y la del rey tu padre,
diciéndome lo que deseas,
y ten la plena seguridad
que te será acordado.
—¡Pues bien!, señora,
dijo él, si tengo que
descubriros mi
pensamiento, os obedeceré. Me
sentiría un criminal si
pongo en peligro dos
cabezas que me son tan
queridas. Sí, madre
mía, deseo que Piel de
Asno me haga una torta
y tan pronto como esté
hecha, me la traigan.
La reina, sorprendida
ante este extraño
nombre, preguntó quién
era Piel de Asno.
—Es, señora, replicó uno
de sus oficiales que
por casualidad había
visto a esa niña, el bicho
más vil después del lobo;
una negra, una mugrienta
que vive en vuestra
granja y que cuida
vuestros pavos.
—No importa, dijo la
reina, mi hijo, al volver
de caza, ha probado tal
vez su pastelería; es una
fantasía de enfermo. En
una palabra, quiero
que Piel de Asno, puesto
que de Piel de Asno se
trata le haga ahora mismo
una torta.
Corrieron a la granja y
llamaron a Piel de
Asno para ordenarle que
hiciera con el mayor
esmero una torta para el
príncipe.
Algunos autores sostienen
que Piel de Asno,
cuando el príncipe había
puesto sus ojos en la
cerradura, con los suyos
lo había visto; y que en
seguida, mirando por su
ventanuco, había mirado
a aquel príncipe tan
joven, tan hermoso y
bien plantado que no
había podido olvidar su
imagen y que a menudo ese
recuerdo le arrancaba
suspiros.
Como sea, si Piel de Asno
lo vio o había oído
decir de él muchos
elogios, encantada de hallar
una forma para darse a
conocer, se encerró en
su cuartucho, se sacó su
fea piel, se lavó manos
y rostro, peinó sus
rubios cabellos, se puso un
corselete de plata brillante,
una falda igual, y se
puso a hacer la torta tan
apetecida: usó la más
pura harina, huevos y
mantequilla fresca.
Mientras trabajaba, ya
fuera de adrede o de
otra manera, un anillo
que llevaba en el dedo
cayó dentro de la masa y
se mezcló a ella.
Cuando la torta estuvo
cocida, se colocó su
horrible piel y fue a
entregar la torta al oficial, a
quien le preguntó por el
príncipe; pero este
hombre, sin dignarse
contestar, corrió donde el
príncipe a llevarle la
torta.
El príncipe la arrebató
de manos de aquel
hombre, y se la comió con
tal avidez que los
médicos presentes no
dejaron de pensar que
este furor no era buen
signo. En efecto, el
príncipe casi se ahogó
con el anillo que encontró
en uno de los pedazos,
pero se lo sacó
diestramente de la boca;
y el ardor con que devoraba
la torta se calmó, al
examinar esta fina
esmeralda montada en un
junquillo de oro cuyo
círculo era tan estrecho
que, pensó él, sólo
podía caber en el más
hermoso dedito del
mundo.
Besó mil veces el anillo,
lo puso bajo sus almohadas,
y lo sacaba cada vez que
sentía que
nadie lo observaba. Se
atormentaba imaginando
cómo hacer venir a
aquélla a quien este anillo
le calzara; no se atrevía
a creer, si llamaba a
Piel de Asno que había hecho
la torta, que le
permitieran hacerla
venir; no se atrevía tampoco
a contar lo que había
visto por el ojo de la
cerradura temiendo ser
objeto de burla y tomado
por un visionario;
acosado por todos estos
pensamientos simultáneos,
la fiebre volvió a
aparecer con fuerza. Los
médicos, no sabiendo
ya qué hacer, declararon
a la reina que el
príncipe estaba enfermo
de amor. La reina acudió
donde su hijo acompañada
del rey que se
desesperaba.
—Hijo mío, hijo querido,
exclamó el monarca,
afligido, nómbranos a la que
quieres. Juramos
que te la daremos, aunque
fuese la más vil
de las esclavas.
Abrazándolo, la reina le
reiteró la promesa
del rey. El príncipe,
enternecido por las lágrimas
y caricias de los autores
de sus días, les
dijo:
—Padre y madre míos, no
me propongo
hacer una alianza que os
disguste. Y en prueba
de esta verdad, añadió,
sacando la esmeralda
que escondía bajo la
cabecera, me casaré con
aquella a quien le venga
este anillo; y no parece
que la que tenga este
precioso dedo sea una
campesina ordinaria.
El rey y la reina tomaron
el anillo, lo examinaron
con curiosidad, y
pensaron, al igual que
el príncipe, que este
anillo no podía quedarle
bien sino a una joven de
alta alcurnia. Entonces
el rey, abrazando a su
hijo y rogándole que
sanara, salió, hizo tocar
los tambores, los pífanos
y las trompetas por toda
la ciudad, y anunciar
por los heraldos que no
tenían más que
venir al palacio a
probarse el anillo; y aquella a
quien le cupiera justo se
casaría con el heredero
del trono.
Las princesas acudieron
primero, luego las
duquesas, las marquesas y
las baronesas; pero
por mucho que se hubieran
afinado los dedos,
ninguna pudo ponerse el
anillo. Hubo que pasar
a las modistillas que,
con ser tan bonitas,
tenían los dedos
demasiado gruesos. El príncipe,
que se sentía mejor,
hacía él mismo probar
el anillo.
Al fin les tocó el turno
a las camareras, que
no tuvieron mejor
resultado. Ya no quedaba
nadie que no hubiese
ensayado infructuosamente
la joya, cuando el
príncipe pidió que
vinieran las cocineras,
las ayudantes, las cuidadoras
de rebaños. Todas
acudieron, pero sus
dedos regordetes; cortos
y enrojecidos no dejaron
pasar el anillo más allá
de la una.
—¿Hicieron venir a esa
Piel de Asno que me
hizo una torta en días
pasados? dijo el príncipe.
Todos se echaron a reír y
le dijeron que no,
era demasiado inmunda y
repulsiva.
—¡Que la traigan en el
acto! dijo el rey. No
se dirá que yo haya hecho
una excepción.
La princesa; que había
escuchado los tambores
y los gritos de los
heraldos, se imaginó muy
bien que su anillo era lo
que provocaba este
alboroto. Ella amaba al
príncipe y como el verdadero
amor es timorato y carece
de vanidad,
continuamente la asaltaba
el temor de que alguna
dama tuviese el dedo tan
menudo como
el suyo. Sintió, pues,
una gran alegría cuando
vinieron a buscarla y
golpearon a su puerta.
Desde que supo que
buscaban un dedo adecuado
a su anillo, no se sabe
qué esperanza la
había llevado a peinarse
cuidadosamente y a
ponerse su hermoso
corselete de plata con la
falda llena de adornos de
encaje de plata, salpicados
de esmeraldas. Tan pronto
como oyó que
golpeaban a su puerta y
que la llamaban para
presentarse ante el
príncipe, se cubrió rápidamente
con su piel de asno,
abrió su puerta y
aquellas gentes,
burlándose de ella, le dijeron
que el rey la llamaba
para casarla con su hijo.
Luego, en medio de
estruendosas risotadas, la
condujeron donde el
príncipe quien, sorprendido
él mismo por el extraño
atavío de la joven,
no se atrevió a creer que
era la misma que había
visto tan elegante y
bella. Triste y confundido
por haberse equivocado,
le dijo:
—Sois vos la que habitáis
al fondo de ese callejón
oscuro, en el tercer
gallinero de la granja?
—Sí, su señoría,
respondió ella.
—Mostradme vuestra mano,
dijo él temblando
y dando un hondo suspiro.
¡Señores! ¿quién quedó
asombrado? Fueron
el rey y la reina, así
como todos los chambelanes
y los grandes de la
corte, cuando de adentro
de esa piel negra y
sucia, se alzó una mano
delicada, blanca y
sonrosada, y el anillo entró
sin esfuerzo en el dedito
más lindo del mundo;
y, mediante un leve
movimiento que hizo caer
la piel, la infanta
apareció de una belleza tan
deslumbrante que el
príncipe, aunque todavía
estaba débil, Se puso a
sus pies y le estrechó las
rodillas con un ardor que
a ella la hizo enrojecer.
Pero casi no se dieron
cuenta pues el rey y
la reina fueron a abrazar
a la princesa, pidiéndole
si quería casarse con su
hijo.
La princesa, confundida
con tantas caricias y
ante el amor que le
demostraba el joven príncipe,
iba sin embargo a darles
las gracias, cuando
el techo del salón se
abrió, y el hada de las Lilas,
bajando en un carro hecho
de ramas y de
las flores de su nombre,
contó, con infinita gracia,
la historia de la
infanta.
El rey y la reina,
encantados al saber que Piel
de Asno era una gran
princesa, redoblaron sus
muestras de afecto; pero
el príncipe fue más
sensible ante la virtud
de la princesa, y su amor
creció al saberlo. La
impaciencia del príncipe
por casarse con la princesa
fue tanta, que a duras
penas dio tiempo para los
preparativos
apropiados a este augusto
matrimonio.
El rey y la reina, que
estaban locos con su
nuera, le hacían mil
cariños y siempre la tenían
abrazada. Ella había
declarado que no podía
casarse con el príncipe
sin el consentimiento del
rey su padre. De modo que
fue el primero a
quien le enviaran una
invitación, sin decirle
quién era la novia; el
hada de las Lilas, que supervigilaba
todo, como era natural,
lo había
exigido a causa de las
consecuencias.
Vinieron reyes de todos
los países; unos en
silla de manos, otros en
calesa, unos más distantes
montados sobre elefantes,
sobre tigres,
sobre águilas: pero el
más imponente y magnífico
de los ilustres
personajes fue el padre de la
princesa quien, felizmente
había olvidado su
amor descarriado y había
contraído nupcias
con una viuda muy hermosa
que no le había
dado hijos.
La princesa corrió a su
encuentro; él la reconoció
en el acto y la abrazó
con una gran ternura,
antes que ella tuviera
tiempo de echarse a
sus pies. El rey y la
reina le presentaron a su
hijo, a quien colmó de
amistad. Las bodas se
celebraron con toda pompa
imaginable. Los
jóvenes esposos, poco
sensibles a estas magnificencias,
sólo tenían ojos para
ellos mismos.
El rey, padre del príncipe,
hizo coronar a su
hijo ese mismo día y,
besándole la mano, lo
puso en el trono, pese a
la resistencia de aquel
hijo bien nacido; pero
había que obedecer.
Las fiestas de esta
ilustre boda duraron cerca
de tres meses y el amor
de los dos esposos todavía
duraría si los dos no
hubieran muerto
cien años después.
MORALEJA
El cuento de Piel de Asno
parece exagerado;
pero mientras existan en
el mundo criaturas
y haya madres y abuelas
que narren aventuras,
estará su
recuerdo conservado.
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