PRESENTACIÓN

Este es mi baúl, y en el voy a meter temas educativos y de tiempo libre para todos. Es mi intención dotar a este blog de contenidos interesantes para ayudar a estudiar a nuestros hijos y también para proponeros actividades en vuestro tiempo de ocio.

Espero que siempre encontréis algo nuevo e interesante y que os sea de utilidad. Bienvenidos!!!

Un saludo Kasandra.

sábado, 10 de diciembre de 2011


Título: Piel de Asno.
Autor: Charles Perrault.



Érase una vez un rey tan famoso, tan amado
por su pueblo, tan respetado por todos sus vecinos,
que de él podía decirse que era el más
feliz de los monarcas. Su dicha se confirmaba
aún más por la elección que hiciera de una
princesa tan bella como virtuosa; y estos felices
esposos vivían en la más perfecta unión. De su
casto himeneo había nacido una hija dotada de
encantos y virtudes tales que no se lamentaban
de tan corta descendencia.
La magnificencia, el buen gusto y la abundancia
reinaban en su palacio. Los ministros
eran hábiles y prudentes; los cortesanos virtuosos
y leales, los servidores fieles y laboriosos.
Sus caballerizas eran grandes y llenas de los
más hermosos caballos del mundo, ricamente
enjaezados. Pero lo que asombraba a los visitantes
que acudían a admirar estas hermosas
cuadras, era que en el sitio más destacado un
señor asno exhibía sus grandes y largas orejas.
Y no era por capricho sino con razón que el rey
le había reservado un lugar especial y destacado.
Las virtudes de este extraño animal merecían
semejante distinción, pues la naturaleza lo
había formado de modo tan extraordinario que
su pesebre, en vez de suciedades, se cubría cada
mañana con hermosos escudos y luises de
todos tamaños, que eran recogidos a su despertar.
Pues bien, como las vicisitudes de la vida alcanzan
tanto a los reyes como a los súbditos, y
como siempre los bienes están mezclados con
algunos males el cielo permitió que la reina
fuese aquejada repentinamente de una penosa
enfermedad para la cual, pese a la ciencia y a la
habilidad de los médicos, no se pudo encontrar
remedio.
La desolación fue general. El rey, sensible y
enamorado, a pesar del famoso proverbio que
dice que el matrimonio es la tumba del amor,
sufría sin alivio, hacia encendidos votos a todos
los templos de su reino, ofrecía su vida a cambio
de la de su esposa tan querida; pero dioses
y hadas eran invocados en vano.
La reina, sintiendo que se acercaba su última
hora, dijo a su esposo que estaba deshecho en
llanto:
—Permitidme, antes de morir, que os exija
una cosa; si quisierais volver a casaros...
A estas palabras el rey, con quejas lastimosas,
tomó las manos de su mujer, las baño de
lágrimas, y asegurándole que estaba de más
hablarle de un segundo matrimonio:
—No, no, dijo por fin, mi amada reina,
habladme más bien de seguiros.
—El Estado, repuso la reina con una firmeza
que aumentaba las lamentaciones de este
príncipe, el Estado que exige sucesores ya que
sólo os he dado una hija, debe apremiaros para
que tengáis hijos que se os parezcan; mas os
ruego, por todo el amor que me habéis tenido,
no ceder a los apremios de vuestros súbditos
sino hasta que encontréis una princesa más
bella y mejor que yo. Quiero vuestra promesa,
y entonces moriré contenta.
Es de presumir que la reina, que no carecía
de amor propio, había exigido esta promesa
convencida que nadie en el mundo podía igualarla,
y se aseguraba de este modo que el rey
jamás volviera a casarse. Finalmente, ella murió.
Nunca un marido hizo tanto alarde: llorar,
sollozar día y noche, menudo derecho que
otorga la viudez, fue su única ocupación.
Los grandes dolores son efímeros. Además,
los consejeros del Estado se reunieron y en conjunto
fueron a pedirle al rey que volviera a casarse.
Esta proposición le pareció dura y le hizo
derramar nuevas lágrimas. Invocó la promesa
hecha a la reina, y los desafió a todos a encontrar
una princesa más hermosa y más perfecta
que su difunta esposa, pensando que aquello
era imposible.
Pero el consejo consideró tal promesa como
una bagatela, y opinó que poco importaba la
belleza, con tal que una reina fuese virtuosa y
nada estéril; que el Estado exigía príncipes para
su tranquilidad y paz; que, a decir verdad, la
infante tenía todas las cualidades para hacer de
ella una buena reina, pero era preciso elegirle a
un extranjero por esposo; y que entonces, o el
extranjero se la llevaba con él o bien, si reinaba
con ella, sus hijos no serían considerados del
mismo linaje y además, no habiendo príncipe
de su dinastía, los pueblos vecinos podían provocar
guerras que acarrearían la ruina del reino.
El rey, movido por estas consideraciones,
prometió que lo pensaría.
Efectivamente, buscó entre las princesas casaderas
cuál podría convenirle. A diario le llevaban
retratos atractivos; pero ninguno exhibía
los encantos de la difunta reina. De este modo,
no tomaba decisión alguna.
Por desgracia, empezó a encontrar que la infanta,
su hija, era no solamente hermosa y bien
formada, sino que sobrepasaba largamente a la
reina su madre en inteligencia y agrado. Su
juventud, la atrayente frescura de su hermosa
piel, inflamó al rey de un modo tan violento
que no pudo ocultárselo a la infanta, diciéndole
que había resuelto casarse con ella pues era la
única que podía desligarlo de su promesa.
La joven princesa, llena de virtud y pudor,
creyó desfallecer ante esta horrible proposición.
Se echó a los pies del rey su padre, y le suplicó
con toda la fuerza de su alma, que no la obligara
a cometer un crimen semejante.
El rey, que estaba empecinado con este descabellado
proyecto, había consultado a un anciano
druida, para tranquilizar la conciencia de
la joven princesa. Este druida, más ambicioso
que religioso, sacrificó la causa de la inocencia
y la virtud al honor de ser confidente de un
poderoso rey. Se insinuó con tal destreza en el
espíritu del rey, le suavizó de tal manera el
crimen que iba a cometer, que hasta lo persuadió
de estar haciendo una obra pía al casarse
con su hija.
El rey, halagado por el discurso de aquel
malvado, lo abrazó y salió más empecinado
que nunca con su proyecto: hizo dar órdenes a
la infanta para que se preparara a obedecerle.
La joven princesa, sobrecogida de dolor,
pensó en recurrir a su madrina, el hada de las
Lilas. Con este objeto, partió esa misma noche
en un lindo cochecito tirado por un cordero que
sabía todos los caminos. Llegó a su destino con
toda felicidad. El hada, que amaba a la infanta,
le dijo que ya estaba enterada de lo que venía a
decirle, pero que no se preocupara: nada podía
pasarle si ejecutaba fielmente todo lo que le
indicaría.
—Porque, mi amada niña, le dijo, sería una
falta muy grave casaros con vuestro padre; pero,
sin necesidad de contradecirlo, podéis evitarlo:
decidle que para satisfacer un capricho
que tenéis, es preciso que os regale un vestido
color del tiempo. Jamás, con todo su amor y su
poder podrá lograrlo.
La princesa le dio las gracias a su madrina, y
a la mañana siguiente le dijo al rey su padre lo
que el hada le había aconsejado y reiteró que no
obtendrían de ella consentimiento alguno hasta
tener el vestido color del tiempo.
El rey, encantado con la esperanza que ella
le daba, reunió a los más famosos costureros y
les encargó el vestido bajo la condición de que
si no eran capaces dé realizarlo los haría ahorcar
a todos.
No tuvo necesidad de llegar a ese extremo: a
los dos días trajeron el tan ansiado traje. El firmamento
no es de un azul más bello, cuando lo
circundan nubes de oro, que este hermoso vestido
al ser desplegado. La infanta se sintió toda
acongojada y no sabía cómo salir del paso. El
rey apremiaba la decisión. Hubo que recurrir
nuevamente a la madrina quien, asombrada
porque su secreto no había dado resultado, le
dijo que tratara de pedir otro vestido del color
de la luna.
El rey, que nada podía negarle a su hija,
mandó buscar a los más diestros artesanos, y
les encargó en forma tan apremiante un vestido
del color de la luna, que entre ordenarlo y traerlo
no mediaron ni veinticuatro horas. La infanta,
más deslumbrada por este soberbio traje
que por la solicitud de su padre, se afligió desmedidamente
cuando estuvo con sus damas y
su nodriza.
El hada de las Lilas, que todo lo sabía, vino
en ayuda de la atribulada princesa y le dijo:
—O me equivoco mucho, o creo que si pedís
un vestido color del sol lograremos desalentar
al rey vuestro padre, pues jamás podrán llegar
a confeccionar un vestido así.
La infanta estuvo de acuerdo y pidió el vestido;
y el enamorado rey entregó sin pena todos
los diamantes y rubíes de su corona para ayudar
a esta obra maravillosa, con la orden de no
economizar nada para hacer esta prenda semejante
al sol: Fue así que cuando el vestido apareció,
todos los que lo vieron desplegado tuvieron
que cerrar los ojos, tan deslumbrante era.
¡Cómo se puso la infanta ante esta visión!
Jamás se había visto algo tan hermoso y tan
artísticamente trabajado. Se sintió confundida;
y con el pretexto de que a la vista del traje le
habían dolido los ojos, se retiró a su aposento
donde el hada la esperaba, de lo más avergonzada.
Fue peor aún, pues al ver el vestido color
del sol, se puso roja de ira.
—¡Oh!, como último recurso, hija mía, —le
dijo a la princesa, vamos a someter al indigno
amor de vuestro padre a una terrible prueba.
Lo creo muy empecinado con este matrimonio,
que él cree tan próximo; pero pienso que quedará
un poco aturdido si le hacéis el pedido
que os aconsejo: la piel de ese asno que ama tan
apasionadamente y que subvenciona tan generosamente
todos sus gastos. Id, y no dejéis de
decirle que deseáis esa piel.
La princesa, encantada de encontrar una
nueva manera de eludir un matrimonio que
detestaba, y pensando que su padre jamás se
resignaría a sacrificar su asno, fue a verlo y le
expuso su deseo de tener la piel de aquel bello
animal.
Aunque extrañado por este capricho, el rey
no vaciló en satisfacerlo. El pobre asno fue sacrificado
y su piel galantemente llevada a la
infanta quien, no viendo ya ningún otro modo
de esquivar su desgracia, iba a caer en la desesperación
cuando su madrina acudió.
—¿Qué hacéis, hija mía?, dijo, viendo a la
princesa arrancándose los cabellos y golpeándose
sus hermosas mejillas. Este es el momento
más hermoso de vuestra vida. Cubríos con esta
piel, salid del palacio y partid hasta donde la
tierra pueda llevaros: cuando se sacrifica todo a
la virtud, los dioses saben recompensarlo. ¡Partid!
Yo me encargo de que todo vuestro tocador
y vuestro guardarropa os sigan a todas partes;
dondequiera que os detengáis, vuestro cofre
conteniendo vestidos, alhajas, seguirá vuestros
pasos bajo tierra; y he aquí mi varita, que os
doy: al golpear con ella el suelo cuando necesitéis
vuestro cofre, éste aparecerá ante vuestros
ojos. Mas, apresuraos en partid, no tardéis más.
La princesa abrazó mil veces a su madrina,
le rogó que no la abandonara, se revistió con la
horrible piel luego de haberse refregado con
hollín de la chimenea, y salió de aquel suntuoso
palacio sin que nadie la reconociera.
La ausencia de la infanta causó gran revuelo.
El rey, que había hecho preparar una magnífica
fiesta, estaba desesperado e inconsolable. Hizo
salir a mas de cien guardias y más de mil mosqueteros
en busca de su hija; pero el hada, que
la protegía, la hacía invisible a los más hábiles
rastreos. De modo que al fin hubo que resignarse.
Mientras tanto, la princesa caminaba. Llegó
lejos, muy lejos, todavía más lejos, en todas
partes buscaba un trabajo. Pero, aunque por
caridad le dieran de comer, la encontraban tan
mugrienta qué nadie la tomaba.
Andando y andando, entró a una hermosa
ciudad, a cuyas puertas había una granja; la
granjera necesitaba una sirvienta para lavar la
ropa de cocina, y limpiar los pavos y las pocilgas
de los puercos. Esta mujer, viendo a aquella
viajera tan sucia; le propuso entrar a servir a su
casa, lo que la infanta aceptó con gusto, tan
cansada estaba de todo lo que había caminado.
La pusieron en un rincón apartado de la cocina
donde, durante los primeros días, fue el
blanco de las groseras bromas de la servidumbre,
así era la repugnancia que inspiraba su piel
de asno.
Al fin se acostumbraron; además ella ponía
tanto empeño en cumplir con sus tareas que la
granjera la tomó bajo su protección. Estaba encargada
de los corderos, los metía al redil
cuando era preciso: llevaba a los pavos a pacer,
todo con una habilidad como si nunca hubiese
hecho otra cosa. Así pues, todo fructificaba bajo
sus bellas manos.
Un día estaba sentada junto a una fuente de
agua clara, donde deploraba a menudo su triste
condición, se le ocurrió mirarse; la horrible piel
de asno que constituía su peinado y su ropaje,
la espantó. Avergonzada de su apariencia, se
refregó hasta que se sacó toda la mugre de la
cara y de las manos las que quedaron más
blancas que el marfil, y su hermosa tez recuperó
su frescura natural.
La alegría de verse tan bella le provocó el
deseo de bañarse, lo que hizo; pero tuvo que
volver a ponerse la indigna piel para volver a la
granja. Felizmente, el día siguiente era de fiesta;
así pues, tuvo tiempo para sacar su cofre, arreglar
su apariencia, empolvar sus hermosos cabellos
y ponerse su precioso traje color del
tiempo. Su cuarto era tan pequeño que no se
podía extender la cola de aquel magnífico vestido.
La linda princesa se miraba y se admiraba
a sí misma con razón, de modo que, para no
aburrirse, decidió ponerse por turno todas sus
hermosas tenidas los días de fiesta y los domingos,
lo que hacía puntualmente. Con un
arte admirable, adornaba sus cabellos mezclando
flores y diamantes; a menudo suspiraba
pensando que los únicos testigos de su belleza
eran sus corderos y sus pavos que la amaban
igual con su horrible piel de asno, que había
dado origen al apodo con que la nombraban en
la granja.
Un día de fiesta en que Piel de Asno se había
puesto su vestido color del sol, el hijo del rey, a
quien pertenecía esta granja, hizo allí un alto
para descansar al volver de caza. El príncipe
era joven, hermoso y apuesto; era el amor de su
padre y de la reina su madre, y su pueblo lo
adoraba. Ofrecieron a este príncipe una colación
campestre, que él aceptó; luego se puso a
recorrer los gallineros y todos los rincones.
Yendo así de un lugar a otro entró por un callejón
sombrío al fondo del cual vio una puerta
cerrada. Llevado por la curiosidad, puso el ojo
en la cerradura. ¿pero qué le pasó al divisar a
una princesa tan bella y ricamente vestida, que
por su aspecto noble y modesto, él tomó por
una diosa? El ímpetu del sentimiento que lo
embargó en ese momento lo habría llevado a
forzar la puerta, a no mediar el respeto que le
inspirara esta persona maravillosa.
Tuvo que hacer un esfuerzo para regresar
por ese callejón oscuro y sombrío, pero lo hizo
para averiguar quién vivía en ese pequeño
cuartito. Le dijeron que era una sirvienta que se
llamaba Piel de Asno a causa de la piel con que
se vestía; y que era tan mugrienta y sucia que
nadie la miraba ni le hablaba, y que la habían
tomado por lástima para que cuidara los corderos
y los pavos.
El príncipe, no satisfecho con estas referencias,
se dio cuenta que estas gentes rudas no
sabían nada más y que era inútil hacerles más
preguntas. Volvió al palacio del rey su padre,
indeciblemente enamorado, teniendo constantemente
ante sus ojos la imagen de esta diosa
que había visto por el ojo de la cerradura. Se
lamentó de no haber golpeado a la puerta, y
decidió que no dejaría de hacerlo la próxima
vez.
Pero la agitación de su sangre, causada por
el ardor de su amor, le provocó esa misma noche
una fiebre tan terrible que pronto decayó
hasta el más grave extremo. La reina su madre,
que tenía este único hijo, se desesperaba al ver
que todos los remedios eran inútiles. En vano
prometía las más suntuosas recompensas a los
médicos; éstos empleaban todas sus artes, pero
nada mejoraba al príncipe. Finalmente, adivinaron
que un sufrimiento mortal era la causa
de todo este daño; se lo dijeron a la reina quien,
llena de ternura por su hijo, fue a suplicarle que
contara la causa de su mal; y aunque se tratara
de que le cedieran la corona, el rey su padre
bajaría de su trono sin pena para hacerlo subir
a él; que si deseaba a alguna princesa, aunque
se estuviera en guerra con el rey su padre y
hubiese justos motivos de agravio, sacrificarían
todo para darle lo que deseaba; pero le suplicaba
que no se dejara morir, puesto que de su
vida dependía la de sus padres. La reina terminó
este conmovedor discurso no sin antes
derramar un torrente de lágrimas sobre el rostro
de su hijo.
—Señora, le dijo por fin el príncipe, con una
voz muy débil, no soy tan desnaturalizado como
para desear la corona de mi padre; ¡quiera
el cielo que él viva largos años y me acepte durante
mucho tiempo como el más respetuoso y
fiel de sus súbditos! En cuanto a las princesas
que me ofrecéis; aún no he pensado en casarme;
y bien sabéis que, sumiso como soy a vuestras
voluntades, os obedeceré siempre, a cualquier
precio.
—¡Ah!, hijo mío, repuso la reina, ningún
precio es muy alto para salvarte la vida; mas,
querido hijo, salva la mía y la del rey tu padre,
diciéndome lo que deseas, y ten la plena seguridad
que te será acordado.
—¡Pues bien!, señora, dijo él, si tengo que
descubriros mi pensamiento, os obedeceré. Me
sentiría un criminal si pongo en peligro dos
cabezas que me son tan queridas. Sí, madre
mía, deseo que Piel de Asno me haga una torta
y tan pronto como esté hecha, me la traigan.
La reina, sorprendida ante este extraño
nombre, preguntó quién era Piel de Asno.
—Es, señora, replicó uno de sus oficiales que
por casualidad había visto a esa niña, el bicho
más vil después del lobo; una negra, una mugrienta
que vive en vuestra granja y que cuida
vuestros pavos.
—No importa, dijo la reina, mi hijo, al volver
de caza, ha probado tal vez su pastelería; es una
fantasía de enfermo. En una palabra, quiero
que Piel de Asno, puesto que de Piel de Asno se
trata le haga ahora mismo una torta.
Corrieron a la granja y llamaron a Piel de
Asno para ordenarle que hiciera con el mayor
esmero una torta para el príncipe.
Algunos autores sostienen que Piel de Asno,
cuando el príncipe había puesto sus ojos en la
cerradura, con los suyos lo había visto; y que en
seguida, mirando por su ventanuco, había mirado
a aquel príncipe tan joven, tan hermoso y
bien plantado que no había podido olvidar su
imagen y que a menudo ese recuerdo le arrancaba
suspiros.
Como sea, si Piel de Asno lo vio o había oído
decir de él muchos elogios, encantada de hallar
una forma para darse a conocer, se encerró en
su cuartucho, se sacó su fea piel, se lavó manos
y rostro, peinó sus rubios cabellos, se puso un
corselete de plata brillante, una falda igual, y se
puso a hacer la torta tan apetecida: usó la más
pura harina, huevos y mantequilla fresca.
Mientras trabajaba, ya fuera de adrede o de
otra manera, un anillo que llevaba en el dedo
cayó dentro de la masa y se mezcló a ella.
Cuando la torta estuvo cocida, se colocó su
horrible piel y fue a entregar la torta al oficial, a
quien le preguntó por el príncipe; pero este
hombre, sin dignarse contestar, corrió donde el
príncipe a llevarle la torta.
El príncipe la arrebató de manos de aquel
hombre, y se la comió con tal avidez que los
médicos presentes no dejaron de pensar que
este furor no era buen signo. En efecto, el
príncipe casi se ahogó con el anillo que encontró
en uno de los pedazos, pero se lo sacó
diestramente de la boca; y el ardor con que devoraba
la torta se calmó, al examinar esta fina
esmeralda montada en un junquillo de oro cuyo
círculo era tan estrecho que, pensó él, sólo
podía caber en el más hermoso dedito del
mundo.
Besó mil veces el anillo, lo puso bajo sus almohadas,
y lo sacaba cada vez que sentía que
nadie lo observaba. Se atormentaba imaginando
cómo hacer venir a aquélla a quien este anillo
le calzara; no se atrevía a creer, si llamaba a
Piel de Asno que había hecho la torta, que le
permitieran hacerla venir; no se atrevía tampoco
a contar lo que había visto por el ojo de la
cerradura temiendo ser objeto de burla y tomado
por un visionario; acosado por todos estos
pensamientos simultáneos, la fiebre volvió a
aparecer con fuerza. Los médicos, no sabiendo
ya qué hacer, declararon a la reina que el
príncipe estaba enfermo de amor. La reina acudió
donde su hijo acompañada del rey que se
desesperaba.
—Hijo mío, hijo querido, exclamó el monarca,
afligido, nómbranos a la que quieres. Juramos
que te la daremos, aunque fuese la más vil
de las esclavas.
Abrazándolo, la reina le reiteró la promesa
del rey. El príncipe, enternecido por las lágrimas
y caricias de los autores de sus días, les
dijo:
—Padre y madre míos, no me propongo
hacer una alianza que os disguste. Y en prueba
de esta verdad, añadió, sacando la esmeralda
que escondía bajo la cabecera, me casaré con
aquella a quien le venga este anillo; y no parece
que la que tenga este precioso dedo sea una
campesina ordinaria.
El rey y la reina tomaron el anillo, lo examinaron
con curiosidad, y pensaron, al igual que
el príncipe, que este anillo no podía quedarle
bien sino a una joven de alta alcurnia. Entonces
el rey, abrazando a su hijo y rogándole que
sanara, salió, hizo tocar los tambores, los pífanos
y las trompetas por toda la ciudad, y anunciar
por los heraldos que no tenían más que
venir al palacio a probarse el anillo; y aquella a
quien le cupiera justo se casaría con el heredero
del trono.
Las princesas acudieron primero, luego las
duquesas, las marquesas y las baronesas; pero
por mucho que se hubieran afinado los dedos,
ninguna pudo ponerse el anillo. Hubo que pasar
a las modistillas que, con ser tan bonitas,
tenían los dedos demasiado gruesos. El príncipe,
que se sentía mejor, hacía él mismo probar
el anillo.
Al fin les tocó el turno a las camareras, que
no tuvieron mejor resultado. Ya no quedaba
nadie que no hubiese ensayado infructuosamente
la joya, cuando el príncipe pidió que
vinieran las cocineras, las ayudantes, las cuidadoras
de rebaños. Todas acudieron, pero sus
dedos regordetes; cortos y enrojecidos no dejaron
pasar el anillo más allá de la una.
—¿Hicieron venir a esa Piel de Asno que me
hizo una torta en días pasados? dijo el príncipe.
Todos se echaron a reír y le dijeron que no,
era demasiado inmunda y repulsiva.
—¡Que la traigan en el acto! dijo el rey. No
se dirá que yo haya hecho una excepción.
La princesa; que había escuchado los tambores
y los gritos de los heraldos, se imaginó muy
bien que su anillo era lo que provocaba este
alboroto. Ella amaba al príncipe y como el verdadero
amor es timorato y carece de vanidad,
continuamente la asaltaba el temor de que alguna
dama tuviese el dedo tan menudo como
el suyo. Sintió, pues, una gran alegría cuando
vinieron a buscarla y golpearon a su puerta.
Desde que supo que buscaban un dedo adecuado
a su anillo, no se sabe qué esperanza la
había llevado a peinarse cuidadosamente y a
ponerse su hermoso corselete de plata con la
falda llena de adornos de encaje de plata, salpicados
de esmeraldas. Tan pronto como oyó que
golpeaban a su puerta y que la llamaban para
presentarse ante el príncipe, se cubrió rápidamente
con su piel de asno, abrió su puerta y
aquellas gentes, burlándose de ella, le dijeron
que el rey la llamaba para casarla con su hijo.
Luego, en medio de estruendosas risotadas, la
condujeron donde el príncipe quien, sorprendido
él mismo por el extraño atavío de la joven,
no se atrevió a creer que era la misma que había
visto tan elegante y bella. Triste y confundido
por haberse equivocado, le dijo:
—Sois vos la que habitáis al fondo de ese callejón
oscuro, en el tercer gallinero de la granja?
—Sí, su señoría, respondió ella.
—Mostradme vuestra mano, dijo él temblando
y dando un hondo suspiro.
¡Señores! ¿quién quedó asombrado? Fueron
el rey y la reina, así como todos los chambelanes
y los grandes de la corte, cuando de adentro
de esa piel negra y sucia, se alzó una mano
delicada, blanca y sonrosada, y el anillo entró
sin esfuerzo en el dedito más lindo del mundo;
y, mediante un leve movimiento que hizo caer
la piel, la infanta apareció de una belleza tan
deslumbrante que el príncipe, aunque todavía
estaba débil, Se puso a sus pies y le estrechó las
rodillas con un ardor que a ella la hizo enrojecer.
Pero casi no se dieron cuenta pues el rey y
la reina fueron a abrazar a la princesa, pidiéndole
si quería casarse con su hijo.
La princesa, confundida con tantas caricias y
ante el amor que le demostraba el joven príncipe,
iba sin embargo a darles las gracias, cuando
el techo del salón se abrió, y el hada de las Lilas,
bajando en un carro hecho de ramas y de
las flores de su nombre, contó, con infinita gracia,
la historia de la infanta.
El rey y la reina, encantados al saber que Piel
de Asno era una gran princesa, redoblaron sus
muestras de afecto; pero el príncipe fue más
sensible ante la virtud de la princesa, y su amor
creció al saberlo. La impaciencia del príncipe
por casarse con la princesa fue tanta, que a duras
penas dio tiempo para los preparativos
apropiados a este augusto matrimonio.
El rey y la reina, que estaban locos con su
nuera, le hacían mil cariños y siempre la tenían
abrazada. Ella había declarado que no podía
casarse con el príncipe sin el consentimiento del
rey su padre. De modo que fue el primero a
quien le enviaran una invitación, sin decirle
quién era la novia; el hada de las Lilas, que supervigilaba
todo, como era natural, lo había
exigido a causa de las consecuencias.
Vinieron reyes de todos los países; unos en
silla de manos, otros en calesa, unos más distantes
montados sobre elefantes, sobre tigres,
sobre águilas: pero el más imponente y magnífico
de los ilustres personajes fue el padre de la
princesa quien, felizmente había olvidado su
amor descarriado y había contraído nupcias
con una viuda muy hermosa que no le había
dado hijos.
La princesa corrió a su encuentro; él la reconoció
en el acto y la abrazó con una gran ternura,
antes que ella tuviera tiempo de echarse a
sus pies. El rey y la reina le presentaron a su
hijo, a quien colmó de amistad. Las bodas se
celebraron con toda pompa imaginable. Los
jóvenes esposos, poco sensibles a estas magnificencias,
sólo tenían ojos para ellos mismos.
El rey, padre del príncipe, hizo coronar a su
hijo ese mismo día y, besándole la mano, lo
puso en el trono, pese a la resistencia de aquel
hijo bien nacido; pero había que obedecer.
Las fiestas de esta ilustre boda duraron cerca
de tres meses y el amor de los dos esposos todavía
duraría si los dos no hubieran muerto
cien años después.
MORALEJA
El cuento de Piel de Asno parece exagerado;
pero mientras existan en el mundo criaturas
y haya madres y abuelas que narren aventuras,
estará su recuerdo conservado.

No hay comentarios:

Publicar un comentario