PRESENTACIÓN

Este es mi baúl, y en el voy a meter temas educativos y de tiempo libre para todos. Es mi intención dotar a este blog de contenidos interesantes para ayudar a estudiar a nuestros hijos y también para proponeros actividades en vuestro tiempo de ocio.

Espero que siempre encontréis algo nuevo e interesante y que os sea de utilidad. Bienvenidos!!!

Un saludo Kasandra.

sábado, 10 de diciembre de 2011


Indice de cuentos:


Título: Pulgarcito.Autor: Charles Perrault.

Título: La hadas.Autor: Charles Perrault.

Título: La bella durmiente.Autor: Charles Perrault

Título: Riquet-el-del-copete.Autor: Charles Perrau

Título: Caperucita roja.Autor: Charles Perrault.

Título: Piel de Asno.Autor: Charles Perrault.

Título: La Cenicienta.Autor: Charles Perrault.

Título: Barba azul.Autor: Charles Perrault.

Título: Pulgarcito.
Autor: Charles Perrault.


Érase una vez un leñador y una leñadora
que tenían siete hijos, todos ellos varones. El
mayor tenía diez años y el menor, sólo siete.
Puede ser sorprendente que el leñador haya
tenido tantos hijos en tan poco tiempo; pero es
que a su esposa le cundía la tarea pues los hacía
de dos en dos. Eran muy pobres y sus siete
hijos eran una pesada carga ya que ninguno
podía aún ganarse la vida. Sufrían además porque
el menor era muy delicado y no hablaba
palabra alguna, interpretando como estupidez
lo que era un rasgo de la bondad de su alma.
Era muy pequeñito y cuando llegó al mundo no
era más gordo que el pulgar, por lo cual lo llamaron
Pulgarcito.
Este pobre niño era en la casa el que pagaba
los platos rotos y siempre le echaban la culpa
de todo. Sin embargo, era el más fino y el más
agudo de sus hermanos y, si hablaba poco, en
cambio escuchaba mucho.
Sobrevino un año muy difícil, y fue tanta la
hambruna, que esta pobre pareja resolvió deshacerse
de sus hijos. Una noche, estando los
niños acostados, el leñador, sentado con su mujer
junto al fuego le dijo:
—Tú ves que ya no podemos alimentar a
nuestros hijos; ya no me resigno a verlos morirse
de hambre ante mis ojos, y estoy resuelto a
dejarlos perderse mañana en el bosque, lo que
será bastante fácil pues mientras estén entretenidos
haciendo atados de astillas, sólo tendremos
que huir sin que nos vean.
—¡Ay! exclamó la leñadora, ¿serías capaz de
dejar tu mismo perderse a tus hijos?
Por mucho que su marido le hiciera ver su
gran pobreza, ella no podía permitirlo; era pobre,
pero era su madre. Sin embargo, al pensar
en el dolor que sería para ella verlos morirse de
hambre, consistió y fue a acostarse llorando.
Pulgarcito oyó todo lo que dijeron pues,
habiendo escuchado desde su cama que hablaban
de asuntos serios, se había levantado muy
despacio y se deslizó debajo del taburete de su
padre para oírlos sin ser visto. Volvió a la cama
y no durmió más, pensando en lo que tenía que
hacer.
Se levantó de madrugada y fue hasta la orilla
de un riachuelo donde se llenó los bolsillos
con guijarros blancos, y en seguida regresó a
casa. Partieron todos, y Pulgarcito no dijo nada
a sus hermanos de lo que sabía. Fueron a un
bosque muy tupido donde, a diez pasos de distancia,
no se veían unos a otros. El leñador se
puso a cortar leña y sus niños a recoger astillas
para hacer atados. El padre y la madre, viéndolos
preocupados de su trabajo, se alejaron de
ellos sin hacerse notar y luego echaron a correr
por un pequeño sendero desviado.
Cuando los niños se vieron solos, se pusieron
a bramar y a llorar a mares. Pulgarcito los
dejaba gritar, sabiendo muy bien por dónde
volverían a casa; pues al caminar había dejado
caer a lo largo del camino los guijarros blancos
que llevaba en los bolsillos. Entonces les dijo:
—No teman, hermanos; mi padre y mi madre
nos dejaron aquí, pero yo los llevaré de
vuelta a casa, no tienen más que seguirme.
Lo siguieron y él los condujo a su morada
por el mismo camino que habían hecho hacia el
bosque. Al principio no se atrevieron a entrar,
pero se pusieron todos junto a la puerta para
escuchar lo que hablaban su padre y su madre.
En el momento en que el leñador y la leñadora
llegaron a su casa, el señor de la aldea les
envió diez escudos que les estaba debiendo
desde hacía tiempo y cuyo reembolso ellos ya
no esperaban. Esto les devolvió la vida ya que
los infelices se morían de hambre. El leñador
mandó en el acto a su mujer a la carnicería.
Como hacía tiempo que no comían, compró tres
veces más carne de la que se necesitaba para la
cena de dos personas. Cuando estuvieron saciados,
la leñadora dijo:
—¡Ay! ¿qué será de nuestros pobres hijos?
Buena comida tendrían con lo que nos queda.
Pero también, Guillermo, fuiste tú el que quisiste
perderlos. Bien decía yo que nos arrepentiríamos.
¿Qué estarán haciendo en ese bosque?
¡Ay!: ¡Dios mío, quizás los lobos ya se los han
comido! Eres harto inhumano de haber perdido
así a tus hijos.
El leñador se impacientó al fin, pues ella repitió
más de veinte veces que se arrepentirían y
que ella bien lo había dicho. Él la amenazó con
pegarle si no se callaba. No era que el leñador
no estuviese hasta más afligido que su mujer,
sino que ella le machacaba la cabeza, y sentía lo
mismo que muchos como él que gustan de las
mujeres que dicen bien, pero que consideran
inoportunas a las que siempre bien lo decían.
La leñadora estaba deshecha en lágrimas.
—¡Ay! ¿dónde están ahora mis hijos, mis
pobres hijos? Una vez lo dijo tan fuerte que los
niños, agolpados a la puerta, la oyeron y se
pusieron a gritar todos juntos:
—¡Aquí estamos, aquí estamos!
Ella corrió de prisa a abrirles la puerta y les
dijo abrazándolos:
—¡Qué contenta estoy de volver a verlos,
mis queridos niños! Están bien cansados y tienen
hambre; y tú, Pierrot, mira cómo estás de
embarrado, ven para limpiarte.
Este Pierrot era su hijo mayor al que amaba
más que a todos los demás, porque era un poco
pelirrojo, y ella era un poco colorina.
Se sentaron a la mesa y comieron con un
apetito que deleitó al padre y la madre; contaban
el susto que habían tenido en el bosque y
hablaban todos casi al mismo tiempo. Estas
buenas gentes estaban felices de ver nuevamente
a sus hijos junto a ellos, y esta alegría duró
tanto como duraron los diez escudos. Cuando
se gastó todo el dinero, recayeron en su preocupación
anterior y nuevamente decidieron
perderlos; pero para no fracasar, los llevarían
mucho más lejos que la primera vez.
No pudieron hablar de esto tan en secreto
como para no ser oídos por Pulgarcito, quien
decidió arreglárselas igual que en la ocasión
anterior; pero aunque se levantó de madrugada
para ir a recoger los guijarros, no pudo hacerlo
pues encontró la puerta cerrada con doble llave.
No sabía que hacer; cuando la leñadora, les
dio a cada uno un pedazo de pan como desayuno;
pensó entonces que podría usar su pan
en vez de los guijarros, dejándolo caer a migajas
a lo largo del camino que recorrerían; lo
guardo, pues, en el bolsillo.
El padre y la madre los llevaron al lugar más
oscuro y tupido del bosque y junto con llegar,
tomaron por un sendero apartado y dejaron a
los niños.
Pulgarcito no se afligió mucho porque creía
que podría encontrar fácilmente el camino por
medio de su pan que había diseminado por
todas partes donde había pasado; pero quedó
muy sorprendido cuando no pudo encontrar ni
una sola miga; habían venido los pájaros y se lo
habían comido todo.
Helos ahí, entonces, de lo más afligidos,
pues mientras más caminaban más se extraviaban
y se hundían en el bosque. Vino la noche, y
empezó a soplar un fuerte viento que les producía
un susto terrible. Por todos lados creían
oír los aullidos de lobos que se acercaban a
ellos para comérselos. Casi no se atrevían a
hablar ni a darse vuelta. Empezó a caer una
lluvia tupida que los caló hasta los huesos; resbalaban
a cada paso y caían en el barro de donde
se levantaban cubiertos de lodo, sin saber
qué hacer con sus manos.
Pulgarcito se trepó a la cima de un árbol para
ver si descubría algo; girando la cabeza de
un lado a otro, divisó una lucecita como de un
candil, pero que estaba lejos más allá del bosque.
Bajó del árbol; y cuando llegó al suelo, ya
no vio nada más; esto lo desesperó. Sin embargo,
después de caminar un rato con sus hermanos
hacia donde había visto la luz, volvió a
divisarla al salir del bosque.
Llegaron a la casa donde estaba el candil no
sin pasar muchos sustos, pues de tanto en tanto
la perdían de vista, lo que ocurría cada vez que
atravesaban un bajo. Golpearon a la puerta y
una buena mujer les abrió. Les preguntó qué
querían; Pulgarcito le dijo que eran unos pobres
niños que se habían extraviado en el bosque y
pedían albergue por caridad. La mujer, viéndolos
a todos tan lindos, se puso a llorar y les dijo:
—¡Ay! mis pobres niños, ¿dónde han venido
a caer? ¿Saben ustedes que esta es la casa de un
ogro que se come a los niños?
—¡Ay, señora! respondió Pulgarcito que
temblaba entero igual que sus hermanos, ¿qué
podemos hacer? los lobos del bosque nos comerán
con toda seguridad esta noche si usted
no quiere cobijarnos en su casa. Siendo así, preferimos
que sea el señor quien nos coma; quizás
se compadecerá de nosotros, si usted se lo ruega.
La mujer del ogro, que creyó poder esconderlos
de su marido hasta la mañana siguiente,
los dejó entrar y los llevó a calentarse a la orilla
de un buen fuego, pues había un cordero entero
asándose al palo para la cena del ogro.
Cuando empezaban a entrar en calor, oyeron
tres o cuatro fuertes golpes en la puerta: era
el ogro que regresaba. En el acto la mujer hizo
que los niños se ocultaran debajo de la cama y
fue a abrir la puerta. El ogro preguntó primero
si la cena estaba lista, si habían sacado vino, y
en seguida se sentó a la mesa. El cordero estaba
aún sangrando, pero por eso mismo lo encontró
mejor. Olfateaba a derecha e izquierda, diciendo
que olía a carne fresca.
—Tiene que ser, le dijo su mujer, ese ternero
que acabo de preparar lo que sentís.
—Huelo carne fresca, otra vez te lo digo, repuso
el ogro mirando de reojo a su mujer, aquí
hay algo que no comprendo.
Al decir estas palabras, se levantó de la mesa
y fue derecho a la cama.
—¡Ah, dijo él, así me quieres engañar, maldita
mujer! ¡No sé por qué no te como a ti también!
Suerte para ti que eres una bestia vieja.
Esta caza me viene muy a tiempo para festejar a
tres ogros amigos que deben venir en estos
días.
Sacó a los niños de debajo de la cama, uno
tras otro. Los pobres se arrodillaron pidiéndole
misericordia; pero estaban ante el más cruel de
los ogros quien, lejos de sentir piedad, los devoraba
ya con los ojos y decía a su mujer que se
convertirían en sabrosos bocados cuando ella
les hiciera una buena salsa. Fue a coger un
enorme cuchillo y mientras se acercaba a los
infelices niños, lo afilaba en una piedra que
llevaba en la mano izquierda. Ya había cogido a
uno de ellos cuando su mujer le dijo:
—¿Qué queréis hacer a esta hora? ¿No
tendréis tiempo mañana por la mañana?
—Cállate, repuso el ogro, así estarán más
tiernos.
—Pero todavía tenéis tanta carne, replicó la
mujer; hay un ternero, dos corderos y la mitad
de un puerco
—Tienes razón, dijo el ogro; dales una buena
cena para que no adelgacen, y llévalos a acostarse.
La buena mujer se puso contentísima, y les
trajo una buena comida, pero ellos no podían
tragar. de puro susto. En cuanto al ogro, siguió
bebiendo, encantado de tener algo tan bueno
para festejar a sus amigos. Bebió unos doce
tragos más que de costumbre, que se le fueron
un poco a la cabeza, obligándolo a ir a acostarse.
El ogro tenía siete hijas muy chicas todavía.
Estas pequeñas ogresas tenían todas un lindo
colorido pues se alimentaban de carne fresca,
como su padre; pero tenían ojitos grises muy
redondos, nariz ganchuda y boca grande con
unos afilados dientes muy separados uno de
otro. Aún no eran malvadas del todo, pero
prometían bastante, pues ya mordían a los niños
para chuparles la sangre.
Las habían acostado temprano, y estaban las
siete en una gran cama, cada una con una corona
de oro en la cabeza. En el mismo cuarto había
otra cama del mismo tamaño; ahí la mujer
del ogro puso a dormir a los siete muchachos,
después de lo cual se fue a acostar al lado de su
marido.
Pulgarcito; que había observado que las hijas
del ogro llevaban coronas de oro en la cabeza y
temiendo que el ogro se arrepintiera de no
haberlos degollado esa misma noche, se levantó
en mitad de la noche y tomando los gorros de
sus hermanos y el suyo, fue despacito a colocarlos
en las cabezas de las niñas, después de
haberles quitado sus coronas de oro, las que
puso sobre la cabeza de sus hermanos y en la
suya a fin de que el ogro los tomase por sus
hijas, y a sus hijas por los muchachos que quería
degollar.
La cosa resultó tal como había pensado;
pues el ogro, habiéndose despertado a medianoche,
se arrepintió de haber dejado para el día
siguiente lo que pudo hacer la víspera. Salió,
pues, bruscamente de la cama, y cogiendo su
enorme cuchillo:
—Vamos a ver, dijo, cómo están estos chiquillos;
no lo dejemos para otra vez.
Subió entonces al cuarto de sus hijas y se
acercó a la cama donde estaban los muchachos;
todos dormían menos Pulgarcito que tuvo mucho
miedo cuando sintió la mano del ogro que
le tanteaba la cabeza, como había hecho con sus
hermanos. El ogro, que sintió las coronas de
oro:
—Verdaderamente, dijo, ¡buen trabajo habría
hecho! Veo que anoche bebí demasiado.
Fue en seguida a la cama de las niñas donde,
tocando los gorros de los muchachos:
—¡Ah!, exclamó, ¡aquí están nuestros mozuelos!,
trabajemos con coraje.
Diciendo estas palabras, degolló sin trepidar
a sus siete hijas. Muy satisfecho después de esta
expedición, volvió a acostarse junto a su mujer.
Apenas Pulgarcito oyó los ronquidos del
ogro, despertó a sus hermanos y les dijo que se
vistieran rápido y lo siguieran. Bajaron muy
despacio al jardín y saltaron por encima del
muro. Corrieron durante toda la noche, tiritando
siempre y sin saber a dónde se dirigían.
El ogro, al despertar, dijo a su mujer:
—Anda arriba a preparar a esos chiquillos
de ayer.
Muy sorprendida quedó la ogresa ante la
bondad de su marido sin sospechar de qué manera
entendía él que los preparara; y creyendo
que le ordenaba vestirlos, subió y cuál no seria
su asombro al ver a sus siete hijas degolladas y
nadando en sangre. Empezó por desmayarse
(que es lo primero que discurren casi todas las
mujeres en circunstancias parecidas). El ogro,
temiendo que la mujer tardara demasiado
tiempo en realizar la tarea que le había encomendado,
subió para ayudarla. Su asombro no
fue menor que el de su mujer cuando vio este
horrible espectáculo.
—¡Ay! ¿qué hice? exclamó. ¡Me la pagarán
estos desgraciados, y en el acto!
—Echó un tazón de agua en la nariz de su
mujer y haciéndola volver en sí:
—Dame pronto mis botas de siete leguas, le
dijo, para ir a agarrarlos.
Se puso en campaña, y después de haber recorrido
lejos de uno a otro lado, tomó finalmente
el camino por donde iban los pobres muchachos
que ya estaban a sólo cien pasos de la casa
de sus padres. Vieron al ogro ir de cerro en cerro,
y atravesar ríos con tanta facilidad como si
se tratara de arroyuelos. Pulgarcito, que descubrió
una roca hueca cerca de donde estaban,
hizo entrar a sus hermanos y se metió él también,
sin perder de vista lo que hacia el ogro.
Este, que estaba agotado de tanto caminar
inútilmente (pues las botas de siete leguas son
harto cansadoras), quiso reposar y por casualidad
fue a sentarse sobre la roca donde se habían
escondido los muchachos. Como no podía
más de fatiga, se durmió después de reposar un
rato, y se puso a roncar en forma tan espantosa
que los niños se asustaron igual que cuando
sostenía el enorme cuchillo para cortarles el
pescuezo.
Pulgarcito sintió menos miedo, y les dijo a
sus hermanos que huyeran de prisa a la casa
mientras el ogro dormía profundamente y que
no se preocuparan por él. Le obedecieron y
partieron raudos a casa.
Pulgarcito, acercándose al ogro le sacó suavemente
las botas y se las puso rápidamente.
Las botas eran bastante anchas y grandes; pero
como eran mágicas, tenían el don de adaptarse
al tamaño de quien las calzara, de modo que se
ajustaron a sus pies y a sus piernas como si
hubiesen sido hechas a su medida. Partió derecho
a casa del ogro donde encontró a su mujer
que lloraba junto a sus hijas degolladas.
—Su marido, le dijo Pulgarcito, está en grave
peligro; ha sido capturado por una banda de
ladrones que han jurado matarlo si él no les da
todo su oro y su dinero. En el momento en que
lo tenían con el puñal al cuello, me divisó y me
pidió que viniera a advertirle del estado en que
se encuentra, y a decirle que me dé todo lo que
tenga disponible en la casa sin guardar nada,
porque de otro modo lo matarán sin misericordia.
Como el asunto apremia, quiso que me
pusiera sus botas de siete leguas para cumplir
con su encargo, también para que usted no crea
que estoy mintiendo.
La buena mujer, asustadísima, le dio en el
acto todo lo que tenía: pues este ogro no dejaba
de ser buen marido, aun cuando se comiera a
los niños. Pulgarcito, entonces, cargado con
todas las riquezas del ogro, volvió a la casa de
su padre donde fue recibido con la mayor
alegría.
Hay muchas personas que no están de
acuerdo con esta última circunstancia, y sostienen
que Pulgarcito jamás cometió ese robo;
que, por cierto, no tuvo ningún escrúpulo en
quitarle las botas de siete leguas al ogro porque
éste las usaba solamente para perseguir a los
niños. Estas personas aseguran saberlo de buena
fuente, hasta dicen que por haber estado
comiendo y bebiendo en casa del leñador. Aseguran
que cuando Pulgarcito se calzó las botas
del ogro, partió a la corte, donde sabía que estaban
preocupados por un ejército que se hallaba
a doscientas leguas, y por el éxito de una
batalla que se había librado. Cuentan que fue a
ver al rey y le dijo que si lo deseaba, él le traería
noticias del ejército esa misma tarde. El rey le
prometió una gruesa cantidad de dinero si
cumplía con este cometido.
Pulgarcito trajo las noticias esa misma tarde,
y habiéndose dado a conocer por este primer
encargo, ganó todo lo que quiso; pues el rey le
pagaba generosamente por transmitir sus
órdenes al ejército; además, una cantidad de
damas le daban lo que él pidiera por traerles
noticias de sus amantes, lo que le proporcionaba
sus mayores ganancias. Había algunas mujeres
que le encargaban cartas para sus maridos,
pero le pagaban tan mal y representaba tan
poca cosa, que ni se dignaba tomar en cuenta lo
que ganaba por ese lado.
Después de hacer durante algún tiempo el
oficio de correo, y de haber amasado grandes
bienes, regresó donde su padre, donde la alegría
de volver a verlo es imposible de describir.
Estableció a su familia con las mayores comodidades.
Compró cargos recién creados para su
padre y sus hermanos y así fue colocándolos a
todos, formando a la vez con habilidad su propia
corte.
MORALEJA
Nadie se lamenta de una larga descendencia
cuando todos los hijos tienen buena presencia,
son hermosos y bien desarrollados;
mas si alguno resulta enclenque o silencioso
de él se burlan, lo engañan y se ve despreciado.
A veces, sin embargo, será este mocoso
el que a la familia ha de colmar de agrados.

Título: La hadas.
Autor: Charles Perrault.


Érase una viuda que tenía dos hijas; la mayor
se le parecía tanto en el carácter y en el físico,
que quien veía a la hija, le parecía ver a la
madre. Ambas eran tan desagradables y orgullosas
que no se podía vivir con ellas. La menor,
verdadero retrato de su padre por su dulzura y
suavidad, era además de una extrema belleza.
Como por naturaleza amamos a quien se nos
parece, esta madre tenía locura por su hija mayor
y a la vez sentía una aversión atroz por la
menor. La hacía comer en la cocina y trabajar
sin cesar.
Entre otras cosas, esta pobre niña tenía que
ir dos veces al día a buscar agua a una media
legua de la casa, y volver con una enorme jarra
llena.
Un día que estaba en la fuente, se le acercó
una pobre mujer rogándole que le diese de beber.
—Como no, mi buena señora, dijo la hermosa
niña.
Y enjuagando de inmediato su jarra, sacó
agua del mejor lugar de la fuente y se la ofreció,
sosteniendo siempre la jarra para que bebiera
más cómodamente. La buena mujer, después
de beber, le dijo:
—Eres tan bella, tan buena y, tan amable,
que no puedo dejar de hacerte un don (pues era
un hada que había tomado la forma de una
pobre aldeana para ver hasta donde llegaría la
gentileza de la joven). Te concedo el don, prosiguió
el hada, de que por cada palabra que
pronuncies saldrá de tu boca una flor o una
piedra preciosa.
Cuando la hermosa joven llegó a casa, su
madre la reprendió por regresar tan tarde de la
fuente.
—Perdón, madre mía, dijo la pobre muchacha,
por haberme demorado; y al decir estas
palabras, le salieron de la boca dos rosas, dos
perlas y dos grandes diamantes.
—¡Qué estoy viendo!, dijo su madre, llena de
asombro; ¡parece que de la boca le salen perlas
y diamantes! ¿Cómo es eso, hija mía?
Era la primera vez que le decía hija.
La pobre niña le contó ingenuamente todo lo
que le había pasado, no sin botar una infinidad
de diamantes.
—Verdaderamente, dijo la madre, tengo que
mandar a mi hija; mirad, Fanchon, mirad lo que
sale de la boca de vuestra hermana cuando
habla; ¿no os gustaría tener un don semejante?
Bastará con que vayáis a buscar agua a la fuente,
y cuando una pobre mujer os pida de beber,
ofrecerle muy gentilmente.
—¡No faltaba más! respondió groseramente
la joven, ¡ir a la fuente!
—Deseo que vayáis, repuso la madre, ¡y de
inmediato!
Ella fue, pero siempre refunfuñando. Tomó
el más hermoso jarro de plata de la casa. No
hizo más que llegar a la fuente y vio salir del
bosque a una dama magníficamente ataviada
que vino a pedirle de beber: era la misma hada
que se había aparecido a su hermana, pero que
se presentaba bajo el aspecto y con las ropas de
una princesa, para ver hasta dónde llegaba la
maldad de esta niña.
—¿Habré venido acaso, le dijo esta grosera
mal criada, para daros de beber? ¡justamente,
he traído un jarro de plata nada más que para
dar de beber a su señoría! De acuerdo, bebed
directamente, si queréis.
—No sois nada amable, repuso el hada, sin
irritarse; ¡está bien! ya que sois tan poco atenta,
os otorgo el don de que a cada palabra que
pronunciéis, os salga de la boca una serpiente o
un sapo.
La madre no hizo más que divisarla y le
gritó:
—¡Y bien, hija mía!
—¡Y bien, madre mía! respondió la malvada
echando dos víboras y dos sapos.
—¡Cielos!, exclamó la madre, ¿qué estoy
viendo? ¡Su hermana tiene la culpa, me las pagará!
y corrió a pegarle.
La pobre niña arrancó y fue a refugiarse en
el bosque cercano. El hijo del rey, que regresaba
de la caza, la encontró y viéndola tan hermosa
le preguntó qué hacía allí sola y por qué lloraba.
—¡Ay!, señor, es mi madre que me ha echado
de la casa.
El hijo del rey, que vio salir de su boca cinco
o seis perlas y otros tantos diamantes, le rogó
que le dijera de dónde le venía aquello. Ella le
contó toda su aventura.
El hijo del rey se enamoró de ella, y considerando
que semejante don valía más que todo lo
que se pudiera ofrecer al otro en matrimonio, la
llevó con él al palacio de su padre, donde se
casaron.
En cuanto a la hermana, se fue haciendo tan
odiable, que su propia madre la echó de la casa;
y la infeliz, después de haber ido de una parte a
otra sin que nadie quisiera recibirla, se fue a
morir al fondo del bosque.
MORALEJA
Las riquezas, las joyas, los diamantes
son del ánimo influjos favorables,
Sin embargo los discursos agradables
son más fuertes aun, más gravitantes.
OTRA MORALEJA
La honradez cuesta cuidados,
exige esfuerzo y mucho afán
que en el momento menos pensado
su recompensa recibirán.

Título: La bella durmiente.
Autor: Charles Perrault.



Había una vez un rey y una reina que estaban
tan afligidos por no tener hijos, tan afligidos
que no hay palabras para expresarlo. Fueron
a todas las aguas termales del mundo; votos,
peregrinaciones, pequeñas devociones,
todo se ensayó sin resultado.
Al fin, sin embargo, la reina quedó encinta y
dio a luz una hija. Se hizo un hermoso bautizo;
fueron madrinas de la princesita todas las
hadas que pudieron encontrarse en la región
(eran siete) para que cada una de ellas, al concederle
un don, como era la costumbre de las
hadas en aquel tiempo, colmara a la princesa de
todas las perfecciones imaginables.
Después de las ceremonias del bautizo, todos
los invitados volvieron al palacio del rey,
donde había un gran festín para las hadas. Delante
de cada una de ellas habían colocado un
magnífico juego de cubiertos en un estuche de
oro macizo, donde había una cuchara, un tenedor
y un cuchillo de oro fino, adornado con
diamantes y rubíes. Cuando cada cual se estaba
sentando a la mesa, vieron entrar a una hada
muy vieja que no había sido invitada porque
hacia más de cincuenta años que no salía de
una torre y la creían muerta o hechizada.
El rey le hizo poner un cubierto, pero no
había forma de darle un estuche de oro macizo
como a las otras, pues sólo se habían mandado
a hacer siete, para las siete hadas. La vieja creyó
que la despreciaban y murmuró entre dientes
algunas amenazas. Una de las hadas jóvenes
que se hallaba cerca la escuchó y pensando que
pudiera hacerle algún don enojoso a la princesita,
fue, apenas se levantaron de la mesa, a esconderse
tras la cortina, a fin de hablar la última
y poder así reparar en lo posible el mal que
la vieja hubiese hecho.
Entretanto, las hadas comenzaron a conceder
sus dones a la princesita. La primera le
otorgó el don de ser la persona más bella del
mundo, la siguiente el de tener el alma de un
ángel, la tercera el de poseer una gracia admirable
en todo lo que hiciera, la cuarta el de bailar
a las mil maravillas, la quinta el de cantar
como un ruiseñor, y la sexta el de tocar toda
clase de instrumentos musicales a la perfección.
Llegado el turno de la vieja hada, ésta dijo, meneando
la cabeza, más por despecho que por
vejez, que la princesa se pincharía la mano con
un huso, lo que le causaría la muerte.
Este don terrible hizo temblar a todos los
asistentes y no hubo nadie que no llorara. En
ese momento, el hada joven salió de su escondite
y en voz alta pronunció estas palabras:
—Tranquilizaos, rey y reina, vuestra hija no
morirá; es verdad que no tengo poder suficiente
para deshacer por completo lo que mi antecesora
ha hecho. La princesa se clavará la mano
con un huso; pero en vez de morir, sólo caerá
en un sueño profundo que durará cien años, al
cabo de los cuales el hijo de un rey llegará a
despertarla.
Para tratar de evitar la desgracia anunciada
por la anciana, el rey hizo publicar de inmediato
un edicto, mediante el cual bajo pena de
muerte, prohibía a toda persona hilar con huso
y conservar husos en casa.
Pasaron quince o dieciséis años. Un día en
que el rey y la reina habían ido a una de sus
mansiones de recreo, sucedió que la joven princesa,
correteando por el castillo, subiendo de
cuarto en cuarto, llegó a lo alto de un torreón, a
una pequeña buhardilla donde una anciana
estaba sola hilando su copo. Esta buena mujer
no había oído hablar de las prohibiciones del
rey para hilar en huso.
—¿Qué hacéis aquí, buena mujer? —dijo la
princesa. Estoy hilando, mi bella niña, le respondió
la anciana, que no la conocía.
—¡Ah! qué lindo es, replicó la princesa,
¿cómo lo hacéis? Dadme, a ver si yo también
puedo.
No hizo más que coger el huso, y siendo
muy viva y un poco atolondrada, aparte de que
la decisión de las hadas así lo habían dispuesto,
cuando se clavó la mano con él y cayó desmayada.
La buena anciana, muy confundida, clama
socorro. Llegan de todos lados, echan agua al
rostro de la princesa, la desabrochan, le golpean
las manos, le frotan las sienes con agua de la
reina de Hungría; pero nada la reanima.
Entonces el rey, que acababa de regresar al
palacio y había subido al sentir el alboroto, se
acordó de la predicción de las hadas, y pensando
que esto tenía que suceder ya que ellas lo
habían dicho, hizo poner a la princesa en el
aposento más hermoso del palacio, sobre una
cama bordada en oro y plata. Se veía tan bella
que parecía un ángel, pues el desmayo no le
había quitado sus vivos colores: sus mejillas
eran encarnadas y sus labios como el coral; sólo
tenía los ojos cerrados, pero se la oía respirar
suavemente, lo que demostraba que no estaba
muerta. El rey ordenó que la dejaran dormir en
reposo, hasta que llegase su hora de despertar.
El hada buena que le había salvado la vida,
al hacer que durmiera cien años, se hallaba en
el reino de Mataquin, a doce mil leguas de allí,
cuando ocurrió el accidente de la princesa; pero
en un instante recibió la noticia traída por un
enanito que tenía botas de siete leguas (eran
unas botas que recorrían siete leguas en cada
paso). El hada partió de inmediato, y al cabo de
una hora la vieron llegar en un carro de fuego
tirado por dragones.
El rey la fue a recibir dándole la mano a la
bajada del carro. Ella aprobó todo lo que él había
hecho; pero como era muy previsora, pensó
que cuando la princesa llegara a despertar, se
sentiría muy confundida al verse sola en este
viejo palacio.
Hizo lo siguiente: tocó con su varita todo lo
que había en el castillo (salvo al rey y a la reina),
ayas, damas de honor, mucamas, gentilhombres,
oficiales, mayordomos, cocineros,
tocó también todos los caballos que estaban en
las caballerizas, con los palafreneros, los grandes
perros de gallinero, y la pequeña Puf, la
perrita de la princesa que estaba junto a ella
sobre el lecho. Junto con tocarlos, se durmieron
todos, para que despertaran al mismo tiempo
que su ama, a fin de que estuviesen todos listos
para atenderla llegado el momento; hasta los
asadores, que estaban al fuego con perdices y
faisanes, se durmieron, y también el fuego. Todo
esto se hizo en un instante: las hadas no tardaban
en realizar su tarea.
Entonces el rey y la reina luego de besar a su
querida hija, sin que ella despertara, salieron
del castillo e hicieron publicar prohibiciones de
acercarse a él a quienquiera que fuese en todo
el mundo. Estas prohibiciones no eran necesarias,
pues en un cuarto de hora creció alrededor
del parque tal cantidad de árboles grandes y
pequeños, de zarzas y espinas entrelazadas
unas con otras, que ni hombre ni bestia habría
podido pasar; de modo que ya no se divisaba,
sino lo alto de las torres del castillo y esto sólo
de muy lejos. Nadie dudó de que esto fuese
también obra del hada para que la princesa,
mientras durmiera, no tuviera nada que temer
de los curiosos.
Al cabo de cien años, el hijo de un rey que
gobernaba en ese momento y que no era de la
familia de la princesa dormida, andando de
caza por esos lados, preguntó qué eran esas
torres que divisaba por encima de un gran bosque
muy espeso; cada cual le respondió según
lo que había oído hablar. Unos decían que era
un viejo castillo poblado de fantasmas; otros,
que todos los brujos de la región celebraban allí
sus reuniones. La opinión más corriente era que
en ese lugar vivía un ogro y llevaba allí a cuanto
niño podía atrapar, para comérselo a gusto y
sin que pudieran seguirlo, teniendo él solamente
el poder para hacerse un camino a través del
bosque. El príncipe no sabía qué creer, hasta
que un viejo campesino tomó la palabra y le
dijo:
—Príncipe, hace más de cincuenta años le oí
decir a mi padre que había en ese castillo una
princesa, la más bella del mundo; que dormiría
durante cien años y sería despertada por el hijo
de un rey a quien ella estaba destinada.
Al escuchar este discurso, el joven príncipe
se sintió enardecido; creyó sin vacilar que él
pondría fin a tan hermosa aventura; e impulsado
por el amor y la gloria, resolvió investigar al
instante de qué se trataba.
Apenas avanzó hacia el bosque, esos enormes
árboles, aquellas zarzas y espinas se apartaron
solos para dejarlo pasar: caminó hacia el
castillo que veía al final de una gran avenida
adonde penetró, pero, ante su extrañeza, vio
que ninguna de esas gentes había podido seguirlo
porque los árboles se habían cerrado tras
él. Continuó sin embargo su camino: un príncipe
joven y enamorado es siempre valiente.
Llegó a un gran patio de entrada donde todo
lo que apareció ante su vista era para helarlo de
temor. Reinaba un silencio espantoso, por todas
partes se presentaba la imagen de la muerte,
era una de cuerpos tendidos de hombres y
animales, que parecían muertos. Pero se dio
cuenta, por la nariz granujienta y la cara rubicunda
de los guardias, que sólo estaban dormidos,
y sus jarras, donde aún quedaban unas
gotas de vino, mostraban a las claras que se
habían dormido bebiendo.
Atraviesa un gran patio pavimentado de
mármol, sube por la escalera, llega a la sala de
los guardias que estaban formados en hilera, la
carabina al hombro, roncando a más y mejor.
Atraviesa varias cámaras llenas de caballeros y
damas, todos durmiendo, unos de pie, otros
sentados; entra en un cuarto todo dorado, donde
ve sobre una cama cuyas cortinas estaban
abiertas, el más bello espectáculo que jamás
imaginara: una princesa que parecía tener
quince o dieciséis años cuyo brillo resplandeciente
tenía algo luminoso y divino.
Se acercó temblando y en actitud de admiración
se arrodilló junto a ella. Entonces, como
había llegado el término del hechizo, la princesa
despertó; y mirándolo con ojos más tiernos
de lo que una primera vista parecía permitir:
—¿Sois vos, príncipe mío? —le dijo ella—
bastante os habéis hecho esperar.
El príncipe, atraído por estas palabras y más
aún por la forma en que habían sido dichas, no
sabía cómo demostrarle su alegría y gratitud; le
aseguró que la amaba más que a sí mismo. Sus
discursos fueron inhábiles; por ello gustaron
más; poca elocuencia, mucho amor, con eso se
llega lejos. Estaba más confundido que ella, y
no era para menos; la princesa había tenido
tiempo de soñar con lo que le diría, pues parece
(aunque la historia no lo dice) que el hada buena,
durante tan prolongado letargo, le había
procurado el placer de tener sueños agradables.
En fin, hacía cuatro horas que hablaban y no
habían conversado ni de la mitad de las cosas
que tenían que decirse.
Entretanto, el palacio entero se había despertado
junto con la princesa; todos se disponían a
cumplir con su tarea, y como no todos estaban
enamorados, ya se morían de hambre; la dama
de honor, apremiada como los demás, le anunció
a la princesa que la cena estaba servida. El
príncipe ayudó a la princesa a levantarse y vio
que estaba toda vestida, y con gran magnificencia;
pero se abstuvo de decirle que sus ropas
eran de otra época y que todavía usaba gorguera;
no por eso se veía menos hermosa.
Pasaron a un salón de espejos y allí cenaron,
atendido por los servidores de la princesa; violines
y oboes interpretaron piezas antiguas pero
excelentes, que ya no se tocaban desde hacía
casi cien años; y después de la cena, sin pérdida
de tiempo, el capellán los casó en la capilla del
castillo, y la dama de honor les cerró las cortinas:
durmieron poco, la princesa no lo necesitaba
mucho, y el príncipe la dejó por la mañana
temprano para regresar a la ciudad, donde su
padre debía estar preocupado por él.
El príncipe le dijo que estando de caza se
había perdido en el bosque y que había pasado
la noche en la choza de un carbonero quien le
había dado de comer queso y pan negro. El rey:
su padre, que era un buen hombre, le creyó
pero su madre no quedó muy convencida, y al
ver que iba casi todos los días a cazar y que
siempre tenía una excusa a mano cuando pasaba
dos o tres noches afuera, ya no dudó que se
trataba de algún amorío; pues vivió más de dos
años enteros con la princesa y tuvieron dos
hijos siendo la mayor una niña cuyo nombre
era Aurora, y el segundo un varón a quien llamaron
el Día porque parecía aún más bello que
su hermana.
La reina le dijo una y otra vez a su hijo para
hacerlo confesar, que había que darse gusto en
la vida, pero él no se atrevió nunca a confiarle
su secreto; aunque la quería, le temía, pues era
de la raza de los ogros, y el rey se había casado
con ella por sus riquezas; en la corte se rumoreaba
incluso que tenía inclinaciones de ogro, Y
que al ver pasar niños, le costaba un mundo
dominarse para no abalanzarse sobre ellos; de
modo que el príncipe nunca quiso decirle nada.
Mas, cuando murió el rey, al cabo de dos
años, y él se sintió el amo, declaró públicamente
su matrimonio y con gran ceremonia fue a
buscar a su mujer al castillo. Se le hizo un recibimiento
magnífico en la capital a donde ella
entró acompañada de sus dos hijos.
Algún tiempo después, el rey fue a hacer la
guerra contra el emperador Cantalabutte, su
vecino. Encargó la regencia del reino a su madre,
recomendándole mucho que cuidara a su
mujer y a sus hijos. Debía estar en la guerra
durante todo el verano, y apenas partió, la reina
madre envió a su nuera y sus hijos a una
casa de campo en el bosque para poder satisfacer
más fácilmente sus horribles deseos. Fue allí
algunos días más tarde y le dijo una noche a su
mayordomo.
—Mañana para la cena quiero comerme a la
pequeña Aurora.
—¡Ay! señora, dijo el mayordomo.
—¡Lo quiero!, dijo la reina (y lo dijo en un
tono de ogresa que desea comer carne fresca), y
deseo comérmela con salsa —Robert.
El pobre hombre, sabiendo que no podía
burlarse de una ogresa, tomó su enorme cuchillo
y subió al cuarto de la pequeña Aurora; ella
tenía entonces cuatro años y saltando y corriendo
se echó a su cuello pidiéndole caramelos.
El se puso a llorar, el cuchillo se le cayó de
las manos, y se fue al corral a degollar un corderito,
cocinándolo con una salsa tan buena
que su ama le aseguró que nunca había comido
algo tan sabroso. Al mismo tiempo llevó a la
pequeña Aurora donde su mujer para que la
escondiera en una pieza que ella tenía al fondo
del corral.
Ocho días después, la malvada reina le dijo a
su mayordomo:
—Para cenar quiero al pequeño Día.
El no contestó, habiendo resuelto engañarla
como la primera vez. Fue a buscar al niño y lo
encontró, florete en la mano, practicando esgrima
con un mono muy grande, aunque sólo
tenía tres años. Lo llevó donde su mujer, quien
lo escondió junto con Aurora, y en vez del pequeño
Día, sirvió un cabrito muy tierno que la
ogresa encontró delicioso.
Hasta aquí la cosa había marchado bien; pero
una tarde, esta reina perversa le dijo al mayordomo:
—Quiero comerme a la reina con la misma
salsa que sus hijos.
Esta vez el pobre mayordomo perdió la esperanza
de poder engañarla nuevamente. La
joven reina tenía más de 20 años, sin contar los
cien que había dormido: aunque hermosa y
blanca su piel era algo dura; ¿y cómo encontrar
en el corral un animal tan duro? Decidió entonces,
para salvar su vida, degollar a la reina, y
subió a sus aposentos con la intención de terminar
de una vez. Tratando de sentir furor y
con el puñal en la mano, entró a la habitación
de la reina. Sin embargo no quiso sorprendería
y en forma respetuosa le comunicó la orden
que había recibido de la reina madre.
—Cumplid con vuestro deber, le dijo ella,
tendiendo su cuello; ejecutad la orden que os
han dado; iré a reunirme con mis hijos, mis
pobres hijos tan queridos (pues ella los creía
muertos desde que los había sacado de su lado
sin decirle nada).
—No, no, señora, le respondió el pobre mayordomo,
enternecido, no moriréis, y tampoco
dejaréis de reuniros con vuestros queridos
hijos, pero será en mi casa donde los tengo escondidos,
y otra vez engañaré a la reina,
haciéndole comer una cierva en lugar vuestro.
La llevó en seguida al cuarto de su mujer y
dejando que la reina abrazara a sus hijos y llorara
con ellos, fue a preparar una cierva que la
reina comió para la cena, con el mismo apetito
que si hubiera sido la joven reina. Se sentía
muy satisfecha con su crueldad, preparándose
para contarle al rey, a su regreso, que los lobos
rabiosos se habían comido a la reina su mujer y
a sus dos hijos.
Una noche en que como de costumbre rondaba
por los patios y corrales del castillo para
olfatear alguna carne fresca, oyó en una sala de
la planta baja al pequeño Día que lloraba porque
su madre quería pegarle por portarse mal,
y escuchó también a la pequeña Aurora que
pedía perdón por su hermano.
La ogresa reconoció la voz de la reina y de
sus hijos, y furiosa por haber sido engañada, a
primera hora de la mañana siguiente, ordenó
con una voz espantosa que hacía temblar a todo
el mundo, que pusieran al medio del patio una
gran cuba haciéndola llenar con sapos, víboras,
culebras y serpientes, para echar en ella a la
reina y sus niños, al mayordomo, su mujer y su
criado; había dado la orden de traerlos con las
manos atadas a la espalda.
Ahí estaban, y los verdugos se preparaban
para echarlos a la cuba, cuando el rey, a quien
no esperaban tan pronto, entró a caballo en el
patio; había viajado por la posta, y preguntó
atónito qué significaba ese horrible espectáculo.
Nadie se atrevía a decírselo, cuando de pronto
la ogresa, enfurecida al mirar lo que veía, se tiró
de cabeza dentro de la cuba y en un instante
fue devorada por las viles bestias que ella había
mandado poner.
El rey no dejó de afligirse: era su madre, pero
se consoló muy pronto con su bella esposa y
sus queridos hijos.
MORALEJA
Esperar algún tiempo para hallar un esposo
rico, galante, apuesto y cariñoso
parece una cosa natural
pero aguardarlo cien años en calidad de durmiente
ya no hay doncella tal que duerma tan apaciblemente.
La fábula además parece querer enseñar
que a menudo del vínculo el atrayente lazo
no será menos dichoso por haberle dado un plazo
y que nada se pierde con esperar;
pero la mujer con tal ardor
aspira a la fe conyugal
que no tengo la fuerza ni el valor
de predicarle esta moral.