PRESENTACIÓN
Este es mi baúl, y en el voy a meter temas educativos y de tiempo libre para todos. Es mi intención dotar a este blog de contenidos interesantes para ayudar a estudiar a nuestros hijos y también para proponeros actividades en vuestro tiempo de ocio.
Espero que siempre encontréis algo nuevo e interesante y que os sea de utilidad. Bienvenidos!!!
Un saludo Kasandra.
Espero que siempre encontréis algo nuevo e interesante y que os sea de utilidad. Bienvenidos!!!
Un saludo Kasandra.
sábado, 10 de diciembre de 2011
Indice de cuentos:
Título: Pulgarcito.Autor: Charles Perrault.
Título: La hadas.Autor: Charles Perrault.
Título: La bella durmiente.Autor: Charles Perrault
Título: Riquet-el-del-copete.Autor: Charles Perrau
Título: Caperucita roja.Autor: Charles Perrault.
Título: Piel de Asno.Autor: Charles Perrault.
Título: La Cenicienta.Autor: Charles Perrault.
Título: Barba azul.Autor: Charles Perrault.
Título: Pulgarcito.
Autor: Charles Perrault.
Érase una vez un
leñador y una leñadora
que tenían siete hijos,
todos ellos varones. El
mayor tenía diez años y
el menor, sólo siete.
Puede ser sorprendente
que el leñador haya
tenido tantos hijos en
tan poco tiempo; pero es
que a su esposa le
cundía la tarea pues los hacía
de dos en dos. Eran muy
pobres y sus siete
hijos eran una pesada
carga ya que ninguno
podía aún ganarse la
vida. Sufrían además porque
el menor era muy
delicado y no hablaba
palabra alguna,
interpretando como estupidez
lo que era un rasgo de
la bondad de su alma.
Era muy pequeñito y
cuando llegó al mundo no
era más gordo que el
pulgar, por lo cual lo llamaron
Pulgarcito.
Este pobre niño era en
la casa el que pagaba
los platos rotos y
siempre le echaban la culpa
de todo. Sin embargo,
era el más fino y el más
agudo de sus hermanos
y, si hablaba poco, en
cambio escuchaba mucho.
Sobrevino un año muy
difícil, y fue tanta la
hambruna, que esta
pobre pareja resolvió deshacerse
de sus hijos. Una
noche, estando los
niños acostados, el
leñador, sentado con su mujer
junto al fuego le dijo:
—Tú ves que ya no
podemos alimentar a
nuestros hijos; ya no
me resigno a verlos morirse
de hambre ante mis
ojos, y estoy resuelto a
dejarlos perderse
mañana en el bosque, lo que
será bastante fácil
pues mientras estén entretenidos
haciendo atados de
astillas, sólo tendremos
que huir sin que nos
vean.
—¡Ay! exclamó la
leñadora, ¿serías capaz de
dejar tu mismo perderse
a tus hijos?
Por mucho que su marido
le hiciera ver su
gran pobreza, ella no
podía permitirlo; era pobre,
pero era su madre. Sin
embargo, al pensar
en el dolor que sería
para ella verlos morirse de
hambre, consistió y fue
a acostarse llorando.
Pulgarcito oyó todo lo
que dijeron pues,
habiendo escuchado
desde su cama que hablaban
de asuntos serios, se
había levantado muy
despacio y se deslizó
debajo del taburete de su
padre para oírlos sin
ser visto. Volvió a la cama
y no durmió más,
pensando en lo que tenía que
hacer.
Se levantó de madrugada
y fue hasta la orilla
de un riachuelo donde
se llenó los bolsillos
con guijarros blancos,
y en seguida regresó a
casa. Partieron todos,
y Pulgarcito no dijo nada
a sus hermanos de lo
que sabía. Fueron a un
bosque muy tupido
donde, a diez pasos de distancia,
no se veían unos a
otros. El leñador se
puso a cortar leña y
sus niños a recoger astillas
para hacer atados. El
padre y la madre, viéndolos
preocupados de su
trabajo, se alejaron de
ellos sin hacerse notar
y luego echaron a correr
por un pequeño sendero
desviado.
Cuando los niños se
vieron solos, se pusieron
a bramar y a llorar a
mares. Pulgarcito los
dejaba gritar, sabiendo
muy bien por dónde
volverían a casa; pues
al caminar había dejado
caer a lo largo del
camino los guijarros blancos
que llevaba en los
bolsillos. Entonces les dijo:
—No teman, hermanos; mi
padre y mi madre
nos dejaron aquí, pero
yo los llevaré de
vuelta a casa, no
tienen más que seguirme.
Lo siguieron y él los
condujo a su morada
por el mismo camino que
habían hecho hacia el
bosque. Al principio no
se atrevieron a entrar,
pero se pusieron todos
junto a la puerta para
escuchar lo que
hablaban su padre y su madre.
En el momento en que el
leñador y la leñadora
llegaron a su casa, el
señor de la aldea les
envió diez escudos que
les estaba debiendo
desde hacía tiempo y
cuyo reembolso ellos ya
no esperaban. Esto les
devolvió la vida ya que
los infelices se morían
de hambre. El leñador
mandó en el acto a su
mujer a la carnicería.
Como hacía tiempo que
no comían, compró tres
veces más carne de la
que se necesitaba para la
cena de dos personas.
Cuando estuvieron saciados,
la leñadora dijo:
—¡Ay! ¿qué será de
nuestros pobres hijos?
Buena comida tendrían
con lo que nos queda.
Pero también,
Guillermo, fuiste tú el que quisiste
perderlos. Bien decía
yo que nos arrepentiríamos.
¿Qué estarán haciendo
en ese bosque?
¡Ay!: ¡Dios mío, quizás
los lobos ya se los han
comido! Eres harto
inhumano de haber perdido
así a tus hijos.
El leñador se
impacientó al fin, pues ella repitió
más de veinte veces que
se arrepentirían y
que ella bien lo había
dicho. Él la amenazó con
pegarle si no se
callaba. No era que el leñador
no estuviese hasta más
afligido que su mujer,
sino que ella le
machacaba la cabeza, y sentía lo
mismo que muchos como
él que gustan de las
mujeres que dicen bien,
pero que consideran
inoportunas a las que
siempre bien lo decían.
La leñadora estaba deshecha
en lágrimas.
—¡Ay! ¿dónde están
ahora mis hijos, mis
pobres hijos? Una vez
lo dijo tan fuerte que los
niños, agolpados a la
puerta, la oyeron y se
pusieron a gritar todos
juntos:
—¡Aquí estamos, aquí
estamos!
Ella corrió de prisa a
abrirles la puerta y les
dijo abrazándolos:
—¡Qué contenta estoy de
volver a verlos,
mis queridos niños!
Están bien cansados y tienen
hambre; y tú, Pierrot,
mira cómo estás de
embarrado, ven para
limpiarte.
Este Pierrot era su
hijo mayor al que amaba
más que a todos los
demás, porque era un poco
pelirrojo, y ella era
un poco colorina.
Se sentaron a la mesa y
comieron con un
apetito que deleitó al
padre y la madre; contaban
el susto que habían
tenido en el bosque y
hablaban todos casi al
mismo tiempo. Estas
buenas gentes estaban
felices de ver nuevamente
a sus hijos junto a
ellos, y esta alegría duró
tanto como duraron los
diez escudos. Cuando
se gastó todo el
dinero, recayeron en su preocupación
anterior y nuevamente
decidieron
perderlos; pero para no
fracasar, los llevarían
mucho más lejos que la
primera vez.
No pudieron hablar de
esto tan en secreto
como para no ser oídos
por Pulgarcito, quien
decidió arreglárselas
igual que en la ocasión
anterior; pero aunque
se levantó de madrugada
para ir a recoger los
guijarros, no pudo hacerlo
pues encontró la puerta
cerrada con doble llave.
No sabía que hacer;
cuando la leñadora, les
dio a cada uno un
pedazo de pan como desayuno;
pensó entonces que
podría usar su pan
en vez de los
guijarros, dejándolo caer a migajas
a lo largo del camino
que recorrerían; lo
guardo, pues, en el
bolsillo.
El padre y la madre los
llevaron al lugar más
oscuro y tupido del
bosque y junto con llegar,
tomaron por un sendero
apartado y dejaron a
los niños.
Pulgarcito no se
afligió mucho porque creía
que podría encontrar
fácilmente el camino por
medio de su pan que
había diseminado por
todas partes donde
había pasado; pero quedó
muy sorprendido cuando
no pudo encontrar ni
una sola miga; habían venido
los pájaros y se lo
habían comido todo.
Helos ahí, entonces, de
lo más afligidos,
pues mientras más
caminaban más se extraviaban
y se hundían en el
bosque. Vino la noche, y
empezó a soplar un
fuerte viento que les producía
un susto terrible. Por
todos lados creían
oír los aullidos de
lobos que se acercaban a
ellos para comérselos.
Casi no se atrevían a
hablar ni a darse
vuelta. Empezó a caer una
lluvia tupida que los
caló hasta los huesos; resbalaban
a cada paso y caían en
el barro de donde
se levantaban cubiertos
de lodo, sin saber
qué hacer con sus
manos.
Pulgarcito se trepó a
la cima de un árbol para
ver si descubría algo;
girando la cabeza de
un lado a otro, divisó
una lucecita como de un
candil, pero que estaba
lejos más allá del bosque.
Bajó del árbol; y
cuando llegó al suelo, ya
no vio nada más; esto
lo desesperó. Sin embargo,
después de caminar un
rato con sus hermanos
hacia donde había visto
la luz, volvió a
divisarla al salir del
bosque.
Llegaron a la casa
donde estaba el candil no
sin pasar muchos
sustos, pues de tanto en tanto
la perdían de vista, lo
que ocurría cada vez que
atravesaban un bajo.
Golpearon a la puerta y
una buena mujer les
abrió. Les preguntó qué
querían; Pulgarcito le
dijo que eran unos pobres
niños que se habían extraviado
en el bosque y
pedían albergue por
caridad. La mujer, viéndolos
a todos tan lindos, se
puso a llorar y les dijo:
—¡Ay! mis pobres niños,
¿dónde han venido
a caer? ¿Saben ustedes
que esta es la casa de un
ogro que se come a los
niños?
—¡Ay, señora! respondió
Pulgarcito que
temblaba entero igual
que sus hermanos, ¿qué
podemos hacer? los
lobos del bosque nos comerán
con toda seguridad esta
noche si usted
no quiere cobijarnos en
su casa. Siendo así, preferimos
que sea el señor quien
nos coma; quizás
se compadecerá de
nosotros, si usted se lo ruega.
La mujer del ogro, que
creyó poder esconderlos
de su marido hasta la
mañana siguiente,
los dejó entrar y los
llevó a calentarse a la orilla
de un buen fuego, pues
había un cordero entero
asándose al palo para
la cena del ogro.
Cuando empezaban a
entrar en calor, oyeron
tres o cuatro fuertes
golpes en la puerta: era
el ogro que regresaba.
En el acto la mujer hizo
que los niños se
ocultaran debajo de la cama y
fue a abrir la puerta.
El ogro preguntó primero
si la cena estaba
lista, si habían sacado vino, y
en seguida se sentó a
la mesa. El cordero estaba
aún sangrando, pero por
eso mismo lo encontró
mejor. Olfateaba a
derecha e izquierda, diciendo
que olía a carne
fresca.
—Tiene que ser, le dijo
su mujer, ese ternero
que acabo de preparar
lo que sentís.
—Huelo carne fresca,
otra vez te lo digo, repuso
el ogro mirando de
reojo a su mujer, aquí
hay algo que no
comprendo.
Al decir estas
palabras, se levantó de la mesa
y fue derecho a la
cama.
—¡Ah, dijo él, así me
quieres engañar, maldita
mujer! ¡No sé por qué
no te como a ti también!
Suerte para ti que eres
una bestia vieja.
Esta caza me viene muy
a tiempo para festejar a
tres ogros amigos que
deben venir en estos
días.
Sacó a los niños de
debajo de la cama, uno
tras otro. Los pobres
se arrodillaron pidiéndole
misericordia; pero
estaban ante el más cruel de
los ogros quien, lejos
de sentir piedad, los devoraba
ya con los ojos y decía
a su mujer que se
convertirían en
sabrosos bocados cuando ella
les hiciera una buena
salsa. Fue a coger un
enorme cuchillo y
mientras se acercaba a los
infelices niños, lo
afilaba en una piedra que
llevaba en la mano
izquierda. Ya había cogido a
uno de ellos cuando su
mujer le dijo:
—¿Qué queréis hacer a
esta hora? ¿No
tendréis tiempo mañana
por la mañana?
—Cállate, repuso el
ogro, así estarán más
tiernos.
—Pero todavía tenéis
tanta carne, replicó la
mujer; hay un ternero,
dos corderos y la mitad
de un puerco
—Tienes razón, dijo el
ogro; dales una buena
cena para que no
adelgacen, y llévalos a acostarse.
La buena mujer se puso
contentísima, y les
trajo una buena comida,
pero ellos no podían
tragar. de puro susto.
En cuanto al ogro, siguió
bebiendo, encantado de
tener algo tan bueno
para festejar a sus
amigos. Bebió unos doce
tragos más que de
costumbre, que se le fueron
un poco a la cabeza,
obligándolo a ir a acostarse.
El ogro tenía siete
hijas muy chicas todavía.
Estas pequeñas ogresas
tenían todas un lindo
colorido pues se
alimentaban de carne fresca,
como su padre; pero
tenían ojitos grises muy
redondos, nariz
ganchuda y boca grande con
unos afilados dientes
muy separados uno de
otro. Aún no eran
malvadas del todo, pero
prometían bastante,
pues ya mordían a los niños
para chuparles la
sangre.
Las habían acostado
temprano, y estaban las
siete en una gran cama,
cada una con una corona
de oro en la cabeza. En
el mismo cuarto había
otra cama del mismo
tamaño; ahí la mujer
del ogro puso a dormir
a los siete muchachos,
después de lo cual se
fue a acostar al lado de su
marido.
Pulgarcito; que había
observado que las hijas
del ogro llevaban
coronas de oro en la cabeza y
temiendo que el ogro se
arrepintiera de no
haberlos degollado esa
misma noche, se levantó
en mitad de la noche y
tomando los gorros de
sus hermanos y el suyo,
fue despacito a colocarlos
en las cabezas de las
niñas, después de
haberles quitado sus
coronas de oro, las que
puso sobre la cabeza de
sus hermanos y en la
suya a fin de que el
ogro los tomase por sus
hijas, y a sus hijas
por los muchachos que quería
degollar.
La cosa resultó tal
como había pensado;
pues el ogro,
habiéndose despertado a medianoche,
se arrepintió de haber
dejado para el día
siguiente lo que pudo
hacer la víspera. Salió,
pues, bruscamente de la
cama, y cogiendo su
enorme cuchillo:
—Vamos a ver, dijo,
cómo están estos chiquillos;
no lo dejemos para otra
vez.
Subió entonces al
cuarto de sus hijas y se
acercó a la cama donde
estaban los muchachos;
todos dormían menos
Pulgarcito que tuvo mucho
miedo cuando sintió la
mano del ogro que
le tanteaba la cabeza,
como había hecho con sus
hermanos. El ogro, que
sintió las coronas de
oro:
—Verdaderamente, dijo,
¡buen trabajo habría
hecho! Veo que anoche
bebí demasiado.
Fue en seguida a la
cama de las niñas donde,
tocando los gorros de
los muchachos:
—¡Ah!, exclamó, ¡aquí
están nuestros mozuelos!,
trabajemos con coraje.
Diciendo estas
palabras, degolló sin trepidar
a sus siete hijas. Muy
satisfecho después de esta
expedición, volvió a
acostarse junto a su mujer.
Apenas Pulgarcito oyó
los ronquidos del
ogro, despertó a sus
hermanos y les dijo que se
vistieran rápido y lo
siguieran. Bajaron muy
despacio al jardín y
saltaron por encima del
muro. Corrieron durante
toda la noche, tiritando
siempre y sin saber a dónde
se dirigían.
El ogro, al despertar,
dijo a su mujer:
—Anda arriba a preparar
a esos chiquillos
de ayer.
Muy sorprendida quedó
la ogresa ante la
bondad de su marido sin
sospechar de qué manera
entendía él que los
preparara; y creyendo
que le ordenaba
vestirlos, subió y cuál no seria
su asombro al ver a sus
siete hijas degolladas y
nadando en sangre.
Empezó por desmayarse
(que es lo primero que
discurren casi todas las
mujeres en
circunstancias parecidas). El ogro,
temiendo que la mujer tardara
demasiado
tiempo en realizar la
tarea que le había encomendado,
subió para ayudarla. Su
asombro no
fue menor que el de su
mujer cuando vio este
horrible espectáculo.
—¡Ay! ¿qué hice?
exclamó. ¡Me la pagarán
estos desgraciados, y
en el acto!
—Echó un tazón de agua
en la nariz de su
mujer y haciéndola
volver en sí:
—Dame pronto mis botas
de siete leguas, le
dijo, para ir a
agarrarlos.
Se puso en campaña, y
después de haber recorrido
lejos de uno a otro
lado, tomó finalmente
el camino por donde
iban los pobres muchachos
que ya estaban a sólo
cien pasos de la casa
de sus padres. Vieron
al ogro ir de cerro en cerro,
y atravesar ríos con
tanta facilidad como si
se tratara de
arroyuelos. Pulgarcito, que descubrió
una roca hueca cerca de
donde estaban,
hizo entrar a sus
hermanos y se metió él también,
sin perder de vista lo
que hacia el ogro.
Este, que estaba
agotado de tanto caminar
inútilmente (pues las
botas de siete leguas son
harto cansadoras),
quiso reposar y por casualidad
fue a sentarse sobre la
roca donde se habían
escondido los
muchachos. Como no podía
más de fatiga, se
durmió después de reposar un
rato, y se puso a
roncar en forma tan espantosa
que los niños se
asustaron igual que cuando
sostenía el enorme
cuchillo para cortarles el
pescuezo.
Pulgarcito sintió menos
miedo, y les dijo a
sus hermanos que
huyeran de prisa a la casa
mientras el ogro dormía
profundamente y que
no se preocuparan por
él. Le obedecieron y
partieron raudos a
casa.
Pulgarcito, acercándose
al ogro le sacó suavemente
las botas y se las puso
rápidamente.
Las botas eran bastante
anchas y grandes; pero
como eran mágicas,
tenían el don de adaptarse
al tamaño de quien las
calzara, de modo que se
ajustaron a sus pies y
a sus piernas como si
hubiesen sido hechas a
su medida. Partió derecho
a casa del ogro donde
encontró a su mujer
que lloraba junto a sus
hijas degolladas.
—Su marido, le dijo
Pulgarcito, está en grave
peligro; ha sido
capturado por una banda de
ladrones que han jurado
matarlo si él no les da
todo su oro y su
dinero. En el momento en que
lo tenían con el puñal
al cuello, me divisó y me
pidió que viniera a
advertirle del estado en que
se encuentra, y a
decirle que me dé todo lo que
tenga disponible en la
casa sin guardar nada,
porque de otro modo lo
matarán sin misericordia.
Como el asunto apremia,
quiso que me
pusiera sus botas de
siete leguas para cumplir
con su encargo, también
para que usted no crea
que estoy mintiendo.
La buena mujer,
asustadísima, le dio en el
acto todo lo que tenía:
pues este ogro no dejaba
de ser buen marido, aun
cuando se comiera a
los niños. Pulgarcito,
entonces, cargado con
todas las riquezas del
ogro, volvió a la casa de
su padre donde fue
recibido con la mayor
alegría.
Hay muchas personas que
no están de
acuerdo con esta última
circunstancia, y sostienen
que Pulgarcito jamás
cometió ese robo;
que, por cierto, no
tuvo ningún escrúpulo en
quitarle las botas de
siete leguas al ogro porque
éste las usaba
solamente para perseguir a los
niños. Estas personas
aseguran saberlo de buena
fuente, hasta dicen que
por haber estado
comiendo y bebiendo en
casa del leñador. Aseguran
que cuando Pulgarcito
se calzó las botas
del ogro, partió a la
corte, donde sabía que estaban
preocupados por un
ejército que se hallaba
a doscientas leguas, y
por el éxito de una
batalla que se había
librado. Cuentan que fue a
ver al rey y le dijo
que si lo deseaba, él le traería
noticias del ejército
esa misma tarde. El rey le
prometió una gruesa
cantidad de dinero si
cumplía con este
cometido.
Pulgarcito trajo las
noticias esa misma tarde,
y habiéndose dado a
conocer por este primer
encargo, ganó todo lo
que quiso; pues el rey le
pagaba generosamente
por transmitir sus
órdenes al ejército;
además, una cantidad de
damas le daban lo que
él pidiera por traerles
noticias de sus
amantes, lo que le proporcionaba
sus mayores ganancias.
Había algunas mujeres
que le encargaban
cartas para sus maridos,
pero le pagaban tan mal
y representaba tan
poca cosa, que ni se
dignaba tomar en cuenta lo
que ganaba por ese
lado.
Después de hacer
durante algún tiempo el
oficio de correo, y de
haber amasado grandes
bienes, regresó donde
su padre, donde la alegría
de volver a verlo es
imposible de describir.
Estableció a su familia
con las mayores comodidades.
Compró cargos recién
creados para su
padre y sus hermanos y
así fue colocándolos a
todos, formando a la
vez con habilidad su propia
corte.
MORALEJA
Nadie se lamenta de una
larga descendencia
cuando todos los hijos
tienen buena presencia,
son hermosos y bien
desarrollados;
mas si alguno resulta
enclenque o silencioso
de él se burlan, lo
engañan y se ve despreciado.
A veces, sin embargo,
será este mocoso
el que a la familia ha
de colmar de agrados.
Título: La hadas.
Autor: Charles Perrault.
Érase una viuda que tenía
dos hijas; la mayor
se le parecía tanto en el
carácter y en el físico,
que quien veía a la hija,
le parecía ver a la
madre. Ambas eran tan
desagradables y orgullosas
que no se podía vivir con
ellas. La menor,
verdadero retrato de su
padre por su dulzura y
suavidad, era además de
una extrema belleza.
Como por naturaleza amamos
a quien se nos
parece, esta madre tenía
locura por su hija mayor
y a la vez sentía una
aversión atroz por la
menor. La hacía comer en
la cocina y trabajar
sin cesar.
Entre otras cosas, esta
pobre niña tenía que
ir dos veces al día a
buscar agua a una media
legua de la casa, y volver
con una enorme jarra
llena.
Un día que estaba en la
fuente, se le acercó
una pobre mujer rogándole
que le diese de beber.
—Como no, mi buena señora,
dijo la hermosa
niña.
Y enjuagando de inmediato
su jarra, sacó
agua del mejor lugar de la
fuente y se la ofreció,
sosteniendo siempre la
jarra para que bebiera
más cómodamente. La buena
mujer, después
de beber, le dijo:
—Eres tan bella, tan buena
y, tan amable,
que no puedo dejar de
hacerte un don (pues era
un hada que había tomado
la forma de una
pobre aldeana para ver
hasta donde llegaría la
gentileza de la joven). Te
concedo el don, prosiguió
el hada, de que por cada
palabra que
pronuncies saldrá de tu
boca una flor o una
piedra preciosa.
Cuando la hermosa joven
llegó a casa, su
madre la reprendió por
regresar tan tarde de la
fuente.
—Perdón, madre mía, dijo
la pobre muchacha,
por haberme demorado; y al
decir estas
palabras, le salieron de
la boca dos rosas, dos
perlas y dos grandes
diamantes.
—¡Qué estoy viendo!, dijo
su madre, llena de
asombro; ¡parece que de la
boca le salen perlas
y diamantes! ¿Cómo es eso,
hija mía?
Era la primera vez que le
decía hija.
La pobre niña le contó
ingenuamente todo lo
que le había pasado, no
sin botar una infinidad
de diamantes.
—Verdaderamente, dijo la
madre, tengo que
mandar a mi hija; mirad,
Fanchon, mirad lo que
sale de la boca de vuestra
hermana cuando
habla; ¿no os gustaría
tener un don semejante?
Bastará con que vayáis a
buscar agua a la fuente,
y cuando una pobre mujer
os pida de beber,
ofrecerle muy gentilmente.
—¡No faltaba más!
respondió groseramente
la joven, ¡ir a la fuente!
—Deseo que vayáis, repuso
la madre, ¡y de
inmediato!
Ella fue, pero siempre
refunfuñando. Tomó
el más hermoso jarro de
plata de la casa. No
hizo más que llegar a la
fuente y vio salir del
bosque a una dama
magníficamente ataviada
que vino a pedirle de
beber: era la misma hada
que se había aparecido a
su hermana, pero que
se presentaba bajo el
aspecto y con las ropas de
una princesa, para ver
hasta dónde llegaba la
maldad de esta niña.
—¿Habré venido acaso, le
dijo esta grosera
mal criada, para daros de
beber? ¡justamente,
he traído un jarro de plata
nada más que para
dar de beber a su señoría!
De acuerdo, bebed
directamente, si queréis.
—No sois nada amable,
repuso el hada, sin
irritarse; ¡está bien! ya
que sois tan poco atenta,
os otorgo el don de que a
cada palabra que
pronunciéis, os salga de
la boca una serpiente o
un sapo.
La madre no hizo más que
divisarla y le
gritó:
—¡Y bien, hija mía!
—¡Y bien, madre mía!
respondió la malvada
echando dos víboras y dos
sapos.
—¡Cielos!, exclamó la
madre, ¿qué estoy
viendo? ¡Su hermana tiene
la culpa, me las pagará!
y corrió a pegarle.
La pobre niña arrancó y
fue a refugiarse en
el bosque cercano. El hijo
del rey, que regresaba
de la caza, la encontró y
viéndola tan hermosa
le preguntó qué hacía allí
sola y por qué lloraba.
—¡Ay!, señor, es mi madre
que me ha echado
de la casa.
El hijo del rey, que vio
salir de su boca cinco
o seis perlas y otros
tantos diamantes, le rogó
que le dijera de dónde le
venía aquello. Ella le
contó toda su aventura.
El hijo del rey se enamoró
de ella, y considerando
que semejante don valía
más que todo lo
que se pudiera ofrecer al
otro en matrimonio, la
llevó con él al palacio de
su padre, donde se
casaron.
En cuanto a la hermana, se
fue haciendo tan
odiable, que su propia
madre la echó de la casa;
y la infeliz, después de
haber ido de una parte a
otra sin que nadie
quisiera recibirla, se fue a
morir al fondo del bosque.
MORALEJA
Las riquezas, las joyas,
los diamantes
son del ánimo influjos
favorables,
Sin embargo los discursos
agradables
son más fuertes aun, más
gravitantes.
OTRA MORALEJA
La honradez cuesta
cuidados,
exige esfuerzo y mucho
afán
que en el momento menos
pensado
su recompensa recibirán.
Título: La bella durmiente.
Autor: Charles Perrault.
Había una vez un rey y
una reina que estaban
tan afligidos por no
tener hijos, tan afligidos
que no hay palabras
para expresarlo. Fueron
a todas las aguas
termales del mundo; votos,
peregrinaciones,
pequeñas devociones,
todo se ensayó sin
resultado.
Al fin, sin embargo, la
reina quedó encinta y
dio a luz una hija. Se
hizo un hermoso bautizo;
fueron madrinas de la
princesita todas las
hadas que pudieron
encontrarse en la región
(eran siete) para que
cada una de ellas, al concederle
un don, como era la
costumbre de las
hadas en aquel tiempo,
colmara a la princesa de
todas las perfecciones
imaginables.
Después de las
ceremonias del bautizo, todos
los invitados volvieron
al palacio del rey,
donde había un gran
festín para las hadas. Delante
de cada una de ellas habían
colocado un
magnífico juego de
cubiertos en un estuche de
oro macizo, donde había
una cuchara, un tenedor
y un cuchillo de oro
fino, adornado con
diamantes y rubíes.
Cuando cada cual se estaba
sentando a la mesa,
vieron entrar a una hada
muy vieja que no había
sido invitada porque
hacia más de cincuenta
años que no salía de
una torre y la creían
muerta o hechizada.
El rey le hizo poner un
cubierto, pero no
había forma de darle un
estuche de oro macizo
como a las otras, pues
sólo se habían mandado
a hacer siete, para las
siete hadas. La vieja creyó
que la despreciaban y
murmuró entre dientes
algunas amenazas. Una
de las hadas jóvenes
que se hallaba cerca la
escuchó y pensando que
pudiera hacerle algún
don enojoso a la princesita,
fue, apenas se
levantaron de la mesa, a esconderse
tras la cortina, a fin
de hablar la última
y poder así reparar en
lo posible el mal que
la vieja hubiese hecho.
Entretanto, las hadas
comenzaron a conceder
sus dones a la
princesita. La primera le
otorgó el don de ser la
persona más bella del
mundo, la siguiente el
de tener el alma de un
ángel, la tercera el de
poseer una gracia admirable
en todo lo que hiciera,
la cuarta el de bailar
a las mil maravillas,
la quinta el de cantar
como un ruiseñor, y la
sexta el de tocar toda
clase de instrumentos
musicales a la perfección.
Llegado el turno de la
vieja hada, ésta dijo, meneando
la cabeza, más por
despecho que por
vejez, que la princesa
se pincharía la mano con
un huso, lo que le
causaría la muerte.
Este don terrible hizo
temblar a todos los
asistentes y no hubo
nadie que no llorara. En
ese momento, el hada
joven salió de su escondite
y en voz alta pronunció
estas palabras:
—Tranquilizaos, rey y
reina, vuestra hija no
morirá; es verdad que
no tengo poder suficiente
para deshacer por
completo lo que mi antecesora
ha hecho. La princesa
se clavará la mano
con un huso; pero en
vez de morir, sólo caerá
en un sueño profundo
que durará cien años, al
cabo de los cuales el
hijo de un rey llegará a
despertarla.
Para tratar de evitar
la desgracia anunciada
por la anciana, el rey
hizo publicar de inmediato
un edicto, mediante el
cual bajo pena de
muerte, prohibía a toda
persona hilar con huso
y conservar husos en
casa.
Pasaron quince o
dieciséis años. Un día en
que el rey y la reina
habían ido a una de sus
mansiones de recreo,
sucedió que la joven princesa,
correteando por el
castillo, subiendo de
cuarto en cuarto, llegó
a lo alto de un torreón, a
una pequeña buhardilla
donde una anciana
estaba sola hilando su
copo. Esta buena mujer
no había oído hablar de
las prohibiciones del
rey para hilar en huso.
—¿Qué hacéis aquí,
buena mujer? —dijo la
princesa. Estoy
hilando, mi bella niña, le respondió
la anciana, que no la
conocía.
—¡Ah! qué lindo es,
replicó la princesa,
¿cómo lo hacéis? Dadme,
a ver si yo también
puedo.
No hizo más que coger
el huso, y siendo
muy viva y un poco
atolondrada, aparte de que
la decisión de las
hadas así lo habían dispuesto,
cuando se clavó la mano
con él y cayó desmayada.
La buena anciana, muy
confundida, clama
socorro. Llegan de
todos lados, echan agua al
rostro de la princesa,
la desabrochan, le golpean
las manos, le frotan
las sienes con agua de la
reina de Hungría; pero
nada la reanima.
Entonces el rey, que
acababa de regresar al
palacio y había subido
al sentir el alboroto, se
acordó de la predicción
de las hadas, y pensando
que esto tenía que
suceder ya que ellas lo
habían dicho, hizo
poner a la princesa en el
aposento más hermoso
del palacio, sobre una
cama bordada en oro y
plata. Se veía tan bella
que parecía un ángel,
pues el desmayo no le
había quitado sus vivos
colores: sus mejillas
eran encarnadas y sus
labios como el coral; sólo
tenía los ojos
cerrados, pero se la oía respirar
suavemente, lo que
demostraba que no estaba
muerta. El rey ordenó
que la dejaran dormir en
reposo, hasta que
llegase su hora de despertar.
El hada buena que le
había salvado la vida,
al hacer que durmiera
cien años, se hallaba en
el reino de Mataquin, a
doce mil leguas de allí,
cuando ocurrió el
accidente de la princesa; pero
en un instante recibió
la noticia traída por un
enanito que tenía botas
de siete leguas (eran
unas botas que
recorrían siete leguas en cada
paso). El hada partió
de inmediato, y al cabo de
una hora la vieron
llegar en un carro de fuego
tirado por dragones.
El rey la fue a recibir
dándole la mano a la
bajada del carro. Ella
aprobó todo lo que él había
hecho; pero como era
muy previsora, pensó
que cuando la princesa
llegara a despertar, se
sentiría muy confundida
al verse sola en este
viejo palacio.
Hizo lo siguiente: tocó
con su varita todo lo
que había en el
castillo (salvo al rey y a la reina),
ayas, damas de honor,
mucamas, gentilhombres,
oficiales, mayordomos,
cocineros,
tocó también todos los
caballos que estaban en
las caballerizas, con
los palafreneros, los grandes
perros de gallinero, y
la pequeña Puf, la
perrita de la princesa
que estaba junto a ella
sobre el lecho. Junto
con tocarlos, se durmieron
todos, para que
despertaran al mismo tiempo
que su ama, a fin de
que estuviesen todos listos
para atenderla llegado
el momento; hasta los
asadores, que estaban
al fuego con perdices y
faisanes, se durmieron,
y también el fuego. Todo
esto se hizo en un
instante: las hadas no tardaban
en realizar su tarea.
Entonces el rey y la
reina luego de besar a su
querida hija, sin que
ella despertara, salieron
del castillo e hicieron
publicar prohibiciones de
acercarse a él a
quienquiera que fuese en todo
el mundo. Estas
prohibiciones no eran necesarias,
pues en un cuarto de
hora creció alrededor
del parque tal cantidad
de árboles grandes y
pequeños, de zarzas y
espinas entrelazadas
unas con otras, que ni
hombre ni bestia habría
podido pasar; de modo
que ya no se divisaba,
sino lo alto de las
torres del castillo y esto sólo
de muy lejos. Nadie
dudó de que esto fuese
también obra del hada
para que la princesa,
mientras durmiera, no
tuviera nada que temer
de los curiosos.
Al cabo de cien años,
el hijo de un rey que
gobernaba en ese
momento y que no era de la
familia de la princesa
dormida, andando de
caza por esos lados,
preguntó qué eran esas
torres que divisaba por
encima de un gran bosque
muy espeso; cada cual
le respondió según
lo que había oído
hablar. Unos decían que era
un viejo castillo
poblado de fantasmas; otros,
que todos los brujos de
la región celebraban allí
sus reuniones. La
opinión más corriente era que
en ese lugar vivía un
ogro y llevaba allí a cuanto
niño podía atrapar,
para comérselo a gusto y
sin que pudieran
seguirlo, teniendo él solamente
el poder para hacerse
un camino a través del
bosque. El príncipe no
sabía qué creer, hasta
que un viejo campesino
tomó la palabra y le
dijo:
—Príncipe, hace más de
cincuenta años le oí
decir a mi padre que
había en ese castillo una
princesa, la más bella
del mundo; que dormiría
durante cien años y
sería despertada por el hijo
de un rey a quien ella
estaba destinada.
Al escuchar este
discurso, el joven príncipe
se sintió enardecido;
creyó sin vacilar que él
pondría fin a tan
hermosa aventura; e impulsado
por el amor y la
gloria, resolvió investigar al
instante de qué se
trataba.
Apenas avanzó hacia el
bosque, esos enormes
árboles, aquellas
zarzas y espinas se apartaron
solos para dejarlo
pasar: caminó hacia el
castillo que veía al
final de una gran avenida
adonde penetró, pero,
ante su extrañeza, vio
que ninguna de esas
gentes había podido seguirlo
porque los árboles se
habían cerrado tras
él. Continuó sin
embargo su camino: un príncipe
joven y enamorado es
siempre valiente.
Llegó a un gran patio
de entrada donde todo
lo que apareció ante su
vista era para helarlo de
temor. Reinaba un
silencio espantoso, por todas
partes se presentaba la
imagen de la muerte,
era una de cuerpos
tendidos de hombres y
animales, que parecían
muertos. Pero se dio
cuenta, por la nariz
granujienta y la cara rubicunda
de los guardias, que
sólo estaban dormidos,
y sus jarras, donde aún
quedaban unas
gotas de vino,
mostraban a las claras que se
habían dormido
bebiendo.
Atraviesa un gran patio
pavimentado de
mármol, sube por la
escalera, llega a la sala de
los guardias que
estaban formados en hilera, la
carabina al hombro,
roncando a más y mejor.
Atraviesa varias
cámaras llenas de caballeros y
damas, todos durmiendo,
unos de pie, otros
sentados; entra en un
cuarto todo dorado, donde
ve sobre una cama cuyas
cortinas estaban
abiertas, el más bello
espectáculo que jamás
imaginara: una princesa
que parecía tener
quince o dieciséis años
cuyo brillo resplandeciente
tenía algo luminoso y
divino.
Se acercó temblando y
en actitud de admiración
se arrodilló junto a
ella. Entonces, como
había llegado el
término del hechizo, la princesa
despertó; y mirándolo
con ojos más tiernos
de lo que una primera
vista parecía permitir:
—¿Sois vos, príncipe
mío? —le dijo ella—
bastante os habéis hecho
esperar.
El príncipe, atraído
por estas palabras y más
aún por la forma en que
habían sido dichas, no
sabía cómo demostrarle
su alegría y gratitud; le
aseguró que la amaba
más que a sí mismo. Sus
discursos fueron
inhábiles; por ello gustaron
más; poca elocuencia,
mucho amor, con eso se
llega lejos. Estaba más
confundido que ella, y
no era para menos; la
princesa había tenido
tiempo de soñar con lo
que le diría, pues parece
(aunque la historia no
lo dice) que el hada buena,
durante tan prolongado
letargo, le había
procurado el placer de
tener sueños agradables.
En fin, hacía cuatro
horas que hablaban y no
habían conversado ni de
la mitad de las cosas
que tenían que decirse.
Entretanto, el palacio
entero se había despertado
junto con la princesa;
todos se disponían a
cumplir con su tarea, y
como no todos estaban
enamorados, ya se
morían de hambre; la dama
de honor, apremiada
como los demás, le anunció
a la princesa que la
cena estaba servida. El
príncipe ayudó a la
princesa a levantarse y vio
que estaba toda
vestida, y con gran magnificencia;
pero se abstuvo de
decirle que sus ropas
eran de otra época y
que todavía usaba gorguera;
no por eso se veía
menos hermosa.
Pasaron a un salón de
espejos y allí cenaron,
atendido por los
servidores de la princesa; violines
y oboes interpretaron
piezas antiguas pero
excelentes, que ya no
se tocaban desde hacía
casi cien años; y
después de la cena, sin pérdida
de tiempo, el capellán
los casó en la capilla del
castillo, y la dama de
honor les cerró las cortinas:
durmieron poco, la
princesa no lo necesitaba
mucho, y el príncipe la
dejó por la mañana
temprano para regresar
a la ciudad, donde su
padre debía estar
preocupado por él.
El príncipe le dijo que
estando de caza se
había perdido en el
bosque y que había pasado
la noche en la choza de
un carbonero quien le
había dado de comer
queso y pan negro. El rey:
su padre, que era un
buen hombre, le creyó
pero su madre no quedó
muy convencida, y al
ver que iba casi todos
los días a cazar y que
siempre tenía una
excusa a mano cuando pasaba
dos o tres noches
afuera, ya no dudó que se
trataba de algún
amorío; pues vivió más de dos
años enteros con la
princesa y tuvieron dos
hijos siendo la mayor
una niña cuyo nombre
era Aurora, y el
segundo un varón a quien llamaron
el Día porque parecía
aún más bello que
su hermana.
La reina le dijo una y
otra vez a su hijo para
hacerlo confesar, que
había que darse gusto en
la vida, pero él no se
atrevió nunca a confiarle
su secreto; aunque la
quería, le temía, pues era
de la raza de los ogros,
y el rey se había casado
con ella por sus
riquezas; en la corte se rumoreaba
incluso que tenía
inclinaciones de ogro, Y
que al ver pasar niños,
le costaba un mundo
dominarse para no
abalanzarse sobre ellos; de
modo que el príncipe
nunca quiso decirle nada.
Mas, cuando murió el
rey, al cabo de dos
años, y él se sintió el
amo, declaró públicamente
su matrimonio y con
gran ceremonia fue a
buscar a su mujer al
castillo. Se le hizo un recibimiento
magnífico en la capital
a donde ella
entró acompañada de sus
dos hijos.
Algún tiempo después,
el rey fue a hacer la
guerra contra el
emperador Cantalabutte, su
vecino. Encargó la
regencia del reino a su madre,
recomendándole mucho
que cuidara a su
mujer y a sus hijos.
Debía estar en la guerra
durante todo el verano,
y apenas partió, la reina
madre envió a su nuera
y sus hijos a una
casa de campo en el
bosque para poder satisfacer
más fácilmente sus
horribles deseos. Fue allí
algunos días más tarde
y le dijo una noche a su
mayordomo.
—Mañana para la cena
quiero comerme a la
pequeña Aurora.
—¡Ay! señora, dijo el
mayordomo.
—¡Lo quiero!, dijo la
reina (y lo dijo en un
tono de ogresa que
desea comer carne fresca), y
deseo comérmela con
salsa —Robert.
El pobre hombre,
sabiendo que no podía
burlarse de una ogresa,
tomó su enorme cuchillo
y subió al cuarto de la
pequeña Aurora; ella
tenía entonces cuatro
años y saltando y corriendo
se echó a su cuello
pidiéndole caramelos.
El se puso a llorar, el
cuchillo se le cayó de
las manos, y se fue al
corral a degollar un corderito,
cocinándolo con una
salsa tan buena
que su ama le aseguró
que nunca había comido
algo tan sabroso. Al
mismo tiempo llevó a la
pequeña Aurora donde su
mujer para que la
escondiera en una pieza
que ella tenía al fondo
del corral.
Ocho días después, la
malvada reina le dijo a
su mayordomo:
—Para cenar quiero al
pequeño Día.
El no contestó,
habiendo resuelto engañarla
como la primera vez.
Fue a buscar al niño y lo
encontró, florete en la
mano, practicando esgrima
con un mono muy grande,
aunque sólo
tenía tres años. Lo
llevó donde su mujer, quien
lo escondió junto con
Aurora, y en vez del pequeño
Día, sirvió un cabrito
muy tierno que la
ogresa encontró
delicioso.
Hasta aquí la cosa
había marchado bien; pero
una tarde, esta reina
perversa le dijo al mayordomo:
—Quiero comerme a la
reina con la misma
salsa que sus hijos.
Esta vez el pobre
mayordomo perdió la esperanza
de poder engañarla
nuevamente. La
joven reina tenía más
de 20 años, sin contar los
cien que había dormido:
aunque hermosa y
blanca su piel era algo
dura; ¿y cómo encontrar
en el corral un animal
tan duro? Decidió entonces,
para salvar su vida,
degollar a la reina, y
subió a sus aposentos
con la intención de terminar
de una vez. Tratando de
sentir furor y
con el puñal en la
mano, entró a la habitación
de la reina. Sin
embargo no quiso sorprendería
y en forma respetuosa
le comunicó la orden
que había recibido de
la reina madre.
—Cumplid con vuestro
deber, le dijo ella,
tendiendo su cuello;
ejecutad la orden que os
han dado; iré a
reunirme con mis hijos, mis
pobres hijos tan
queridos (pues ella los creía
muertos desde que los
había sacado de su lado
sin decirle nada).
—No, no, señora, le
respondió el pobre mayordomo,
enternecido, no
moriréis, y tampoco
dejaréis de reuniros
con vuestros queridos
hijos, pero será en mi
casa donde los tengo escondidos,
y otra vez engañaré a
la reina,
haciéndole comer una
cierva en lugar vuestro.
La llevó en seguida al
cuarto de su mujer y
dejando que la reina
abrazara a sus hijos y llorara
con ellos, fue a
preparar una cierva que la
reina comió para la
cena, con el mismo apetito
que si hubiera sido la
joven reina. Se sentía
muy satisfecha con su
crueldad, preparándose
para contarle al rey, a
su regreso, que los lobos
rabiosos se habían
comido a la reina su mujer y
a sus dos hijos.
Una noche en que como
de costumbre rondaba
por los patios y
corrales del castillo para
olfatear alguna carne
fresca, oyó en una sala de
la planta baja al
pequeño Día que lloraba porque
su madre quería pegarle
por portarse mal,
y escuchó también a la
pequeña Aurora que
pedía perdón por su
hermano.
La ogresa reconoció la
voz de la reina y de
sus hijos, y furiosa
por haber sido engañada, a
primera hora de la
mañana siguiente, ordenó
con una voz espantosa
que hacía temblar a todo
el mundo, que pusieran
al medio del patio una
gran cuba haciéndola
llenar con sapos, víboras,
culebras y serpientes,
para echar en ella a la
reina y sus niños, al
mayordomo, su mujer y su
criado; había dado la
orden de traerlos con las
manos atadas a la
espalda.
Ahí estaban, y los
verdugos se preparaban
para echarlos a la
cuba, cuando el rey, a quien
no esperaban tan
pronto, entró a caballo en el
patio; había viajado por
la posta, y preguntó
atónito qué significaba
ese horrible espectáculo.
Nadie se atrevía a
decírselo, cuando de pronto
la ogresa, enfurecida
al mirar lo que veía, se tiró
de cabeza dentro de la
cuba y en un instante
fue devorada por las
viles bestias que ella había
mandado poner.
El rey no dejó de
afligirse: era su madre, pero
se consoló muy pronto
con su bella esposa y
sus queridos hijos.
MORALEJA
Esperar algún tiempo
para hallar un esposo
rico, galante, apuesto
y cariñoso
parece una cosa natural
pero aguardarlo cien
años en calidad de durmiente
ya no hay doncella tal
que duerma tan apaciblemente.
La fábula además parece
querer enseñar
que a menudo del
vínculo el atrayente lazo
no será menos dichoso
por haberle dado un plazo
y que nada se pierde con
esperar;
pero la mujer con tal
ardor
aspira a la fe conyugal
que no tengo la fuerza
ni el valor
de predicarle esta
moral.
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